A legalizar la marihuana
 
Hace (80) meses
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Don Calendárico y doña Pasita, esposos de la tercera edad, por no decir que de la cuarta o quinta, estaban evocando los pasados tiempo. Dijo él: “De joven tuve el cuerpo de un atleta”. “Eso no es nada -replicó doña Pasita-. Yo tuve el cuerpo de 10”. El doctor Dyingstone, audaz explorador, se internó en lo más profundo del Continente Negro (África), ahí donde la mano del hombre no había puesto nunca el pie. Se apoderaron de él unos salvajes que lo llevaron atado de pies y manos a su aldea. Encendieron una hoguera y pusieron sobre el fuego un cazo con agua como esos que en las caricaturas usan los caníbales para cocer a sus víctimas antes de devorarlas. Llegó uno de los aborígenes cargando un canasto lleno de vegetales: grandes repollos; enormes calabazas; nabos de gran tamaño, y chayotes, sobre todo chayotes de los más espinosos. “¡Estoy salvado! -se alegró el doctor Dyingstone-. ¡No son antropófagos! ¡Son vegetarianos!”. Tremendos fueron su desencanto y su consternación cuando el nativo le pidió en perfecto inglés: “Dese la vuelta por favor, doctor. Soy el cocinero de la tribu, y esas verduras son para el relleno”. En las películas hollywoodenses de hoy la gente aspira cocaína con la misma naturalidad con que fumaban cigarrillos de tabaco los protagonistas de las películas de ayer. Las drogas prohibidas son parte de la vida cotidiana de incontables norteamericanos. Hombres y mujeres que se preocupan por la supervivencia de las ballenas, por la pureza del aire y de las aguas, por los derechos humanos en Fidji y Timbuctú, no piensan que la droga que consumen les llega flotando en un río de sangre, y que países enteros -entre ellos su vecino, México- viven en el terror por causa de su vicio. Deberíamos dejar de hacerle el trabajo sucio a Estados Unidos, el principal consumidor de drogas en el mundo, y legalizar por nuestra cuenta esas sustancias por cuya causa mueren cada año cientos de miles de seres humanos, lo mismo entre quienes las venden que entre quienes las compran. Que los americanos se las arreglen ellos mismos para resolver un problema que no es nuestro problema. Acá con un six de cerveza o un par de copas de tequila tenemos para sentirnos “high”. Envenénense ellos con la coca; con ella séquense las narices y el cerebro; mátense con sobredosis de ésta o aquélla droga, pero no paguemos nosotros los efectos de su descomposición moral, social, espiritual, cultural. (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador se extiende en la mención de muchas otras descomposiciones. Por falta de espacio nos vemos en la penosa necesidad de suprimir su interesante enumeración). Susiflor le dijo a Dulcilí: “Te has fijado qué buena ropa usa Facilda? ¿Cómo le hará, tú?”. “Sé cómo le hace -repuso Dulcilí-. Se viste en abonos y se desviste al contado”. Noche de bodas. Tirilita Finita, doncella de cuerpo delicado y frágil, casó con Pototo Pitón, hombre membrudo y corpulento. Antes de ir a la cama Tirilita se puso de rodillas. Pitón pensó que estaba muy adelantada, pero lo de arrodillarse era para rezar. Terminada la oración la núbil joven subió a la cama, y ahí volvió a pedir, las manos juntas: “¡Vengan a mí, santos del Cielo! San Pedro y San Pablo; San Cosme y San Damián; Santa Ana y San Joaquín, ¡vengan a mí!”. En eso ¡zas! la cama se quebró y vino al suelo. Dijo Pitón: “Eso pasa por invitar a tanta gente”. Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, le dijo a su marido: “Necesito dinero para comprar una nueva plancha”. Preguntó él: “¿Qué le pasa a la que tienes?”. Contestó doña Macalota: “Le sucede lo mismo que a ti: tarda mucho en calentarse, se enfría rápidamente, y ya se le acabó la resistencia”. FIN.

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