Anillo de compromiso
 
Hace (92) meses
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La artista conceptual Jill Magid acaba de convertir al arquitecto Luis Barragán en un diamante. El maestro de los espacios austeros es ahora un adorno banal. ¿Qué explica este grotesco reciclaje?

¡Bienvenidos a una historia gótica, con episodios de ambición y amor perverso! Hace pocos años, Magid no sabía quién era Barragán. Se interesó en él no tanto por sus obras, sino por el misterioso destino de su archivo. Hace unos veinte años, el empresario suizo Rolf Fehlbaum compró los planos, dibujos y apuntes del arquitecto jalisciense en una cantidad cercana a los tres millones de dólares. Lo hizo impulsado por su joven esposa, la italiana Federica Zanco, historiadora del arte. Corrió el rumor de que se trataba de un regalo de bodas.

En apariencia, los papeles del arquitecto habían encontrado un santuario a su medida, donde serían custodiados y catalogados. Pero desde entonces nadie ha podido acceder a ellos. Esto fue lo que encandiló a la artista radicada en Brooklyn: una pareja de millonarios tenía secuestrada una obra artística y había que crear un proyecto para rescatarlo. Hasta aquí todo suena bien. El detalle truculento está en la pieza artística concebida por Magid para “resolver” el embargo suizo.

Puesto que, según rumores, el archivo había sido un regalo de bodas, ella se propuso obtenerlo entregando a cambio otro regalo: un anillo de compromiso, hecho con los restos mortales del genio. Con este trueque necrofílico y melodramático la artista pretendía dar un cadáver para recibir su obra.

La trama ha sido descrita en detalle en la revista New Yorker por Alice Gregory. Nada de esto se podría haber hecho sin la anuencia de los deudos de Barragán. Magid los convenció de exhumar sus restos para transformarlos en un diamante. En septiembre de 2015 las cenizas fueron extraídas de la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres y, en abril de este año, regresaron a las manos de la artista transformadas en una piedra de 2.02 quilates. El proceso para “diamantizar” al arquitecto fue financiado por el San Francisco Art Institute.

Por lo visto, nadie reparó en lo que hubiera deseado el involuntario protagonista de esta historia. Barragán era católico y abominaba el ornamento. La despojada elegancia de sus muros recuerda la oda al músico Salinas de fray Luis de León: “El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada”.

¿Es concebible que este artista de las formas puras deseara la extraña posteridad de convertirse en un rutilante adorno en la mano de una millonaria?

Lograr que el archivo sea conocido es un propósito encomiable. ¿Se puede lograr por ese medio? Magid viajó a Suiza y se entrevistó con Fehlbaum y Zanco, quienes agradecieron su interés, sonrieron y rechazaron la transacción.

Gregory entrevistó a Zanco en el refugio donde custodia el archivo. Nacida en Milán, la historiadora del arte dice que se ha vuelto cada vez más pálida mientras estudia los diseños de Barragán. Durante años, su única compañía fue una finlandesa silenciosa. Ahora cuenta con tres asistentes más. Calcula que pronto dará a conocer el catálogo razonado, pero no puede prometer nada concreto. Hipnotizada ante los trazos del arquitecto, habita una construcción imaginaria. Es prisionera de la obra que ama. Con idéntica obsesión, la artista que la asedia trata de “liberar” la obra para ser parte de ella.

Llama a escándalo que el archivo no haya permanecido en México y que no pueda ser libremente consultado por los estudiosos. Aun así, la idea de convertir a Barragán en un diamante para tratar de recuperarlo parece digna de un museo del horror. ¿Es posible frivolizar de esa manera un destino? Pedirle a Magid que honrara los restos mortales con la intensidad de la Antígona de Sófocles sería demasiado, pero al menos podría abstenerse de convertir a un artista en una presa de safari, similar al tigre blanco transformado en la alfombra de piel que decora la sala de un plutócrata.

No se puede ignorar el contexto de violencia social en que ocurre esta trama. En la irresponsable lógica mercantil de Jill Magid, las fosas comunes que se abren a diario en México deberían ser vistas como joyerías.

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