COMIMOS JUNTOS
 
Hace (83) meses
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Caperucita Roja iba por el bosque con su canastita bajo el brazo a llevarle la comida a su abuelita. Le salió al paso el Lobo Feroz: “¡Grrr! -la amenazó-. ¡Te voy a comer!”. “Comer, comer -repitió Caperucita con tono aburrido-. 200 años tiene el cuento y a nadie se le ha ocurrido cambiarle ni una letra”. El niñito le preguntó a su abuelo: “¿Conociste a Pancho Villa?”. “¿Que si conocí a Pancho Villa? -respondió el añoso señor-. ¡Desde luego que lo conocí! Incluso una vez comimos juntos”. “¿De veras?” -exclamó el pequeño lleno de admiración. “Claro que sí -confirmó el añoso señor-. Déjame contarte cómo sucedió eso. Villa estaba empezando en Durango su carrera de bandido. Cierto día iba yo en mi caballo por un camino apartado cuando Pancho me salió de atrás de un árbol. Me apuntó con sus dos pistolas y me dijo que le entregara mi dinero. Se lo di. En ese momento a su caballo se le ocurrió hacer una necesidad mayor. Pancho, por divertirse, me ordenó que probara el sabor de la boñiga. ¿Qué podía yo hacer, hijo? Él era el que tenía las pistolas. Obedecí sin chistar. Pero entonces mi fiel caballo le dio una coz a Pancho. Con el golpe se le cayeron las pistolas y yo las agarré. Le apunté y lo hice que me devolviera mi dinero. Luego, para vengarme, le ordené que comiera de lo mismo que había comido yo. ¿Y todavía me preguntas si conocí a Pancho Villa? ¡Te digo que comimos juntos!”. Un gusanito vio a su lado algo que atrajo grandemente su atención. Le dijo con tono sugestivo: “Hola, preciosa”. “¡Idiota! -oyó una voz-. ¡Soy tu otro extremo!”. Glafira, muchacha ya no tan muchacha, trabajaba en un banco. Cansada de su soltería aceptó la proposición de matrimonio que le hizo uno de los clientes de la institución, señor ya algo maduro. Tiempo después sus compañeras de trabajo le preguntaron a Glafira cómo le iba con su esposo. “Ustedes lo conocieron en el banco -respondió ella con disgusto-. Pequeños depósitos de vez en cuando, y siempre retiros rápidos”… Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, se topó en el centro comercial con el médico de la familia. Le dijo: “Gracias, doctor, por haberle ordenado a mi esposa que se tomara unas vacaciones. No sabe usted cómo las necesitaba yo”. Los recién casados fueron a comer en casa de los padres de ella. La muchacha se sorprendió al ver que su maridito, que en su casa siempre rezaba antes de empezar la comida, tomaba cuchillo y tenedor y empezaba a comer sin siquiera decir una oración. Le preguntó con tono de reproche: “¿Por qué no rezas antes de comer?”. Respondió él: “Aquí no es necesario. Tú mamá sí sabe cocinar”. Declaró don Martiriano, el marido de doña Jodoncia: “Llevo 30 años de casado y siempre le he sido fiel a mi mujer”. Le dijo alguien: “Veo que tiene usted sólidos principios”. “No -contestó don Martiriano-. Lo que tengo es miedo”. La madre interrogó a su hijo, que había ido a estudiar a otra ciudad. “¿Estás saliendo únicamente con chicas buenas?”. “Claro que sí, mamá -respondió el muchacho-. No tengo el dinero que se necesita para salir con chicas malas”. El letrero en la puerta decía: “Madame Sybilla. Adivina”. Llegó un tipo y tocó el timbre. Adentro se oyó una voz de mujer: “¿Quién es?”. Masculló con desdén el individuo al tiempo que emprendía la retirada: “¡Vaya adivina!”…  Doña Frustracia, esposa de don Languidio Pitocáido, les comentó a sus amigas: “Mi marido está ya acabado”. “¿Por qué lo dices?” -preguntó una. “Explicó ella: “Hacemos el amor sólo una vez al año, el día de mi cumpleaños. Y cuando llega la fecha me dice muy asustado: ‘¡Cómo! ¿Otra vez?”. FIN.

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