Dulciflor, linda muchacha
 
Hace (72) meses
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Dulcifl or, linda muchacha, aprovechó la presencia de un médico en la fi esta para hacerle una consulta gratis. Le dijo: “Doctor: al levantarme por la mañana siento náuseas, mareos y cansancio general. ¿Qué podrá ser?”. Respondió el facultativo: “Para darle un diagnóstico preciso necesitaría yo internarla una semana en el hospital donde tengo convenio; hacerle 52 análisis y tomarle 26 radiografías. Pero por los síntomas que presenta puedo decirle que hay dos posibilidades: o está usted resfriada o está embarazada”. “Debo estar embarazada -ponderó Dulcifl or-. Nadie me ha introducido un resfriado”. Blasonia, hija de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, vio “Psicosis”, una de las más terrorífi cas películas de Hitchcock. Tan terrorífi co es el fi lm que el gran cineasta lo hizo en blanco y negro, para que el color de la sangre que en ella corre no hiciera correr a los espectadores. (Por cierto la sangre que corre no es sangre: Hitchcock la imitó con jarabe de chocolate). Blasonia le comentó a su mamá: “¡Qué película tan impresionante! En la escena del baño se me puso la carne de gallina”. “Hija mía-la amonestó doña Panoplia-. A nosotros no se nos pone la carne de gallina. Se nos pone de cisne o pavo real”. Jactancio, presuntuoso tipo, le dijo a Pirulina: “A mí ninguna mujer me ha hecho pendejo”. Preguntó la avispada chica: “¿Entonces quién fue?”. Himenia Camafría, madura señorita soltera, solía fl irtear con todos los varones a quienes conocía, pues quería pescar marido. (Muchas mujeres fl irtean para pescar marido, pero el de las demás). Don Firulete, solterón acomodado, era uno de los objetivos de su cacería, por más que el buen señor no tenía interés alguno en unir su vida a la de la anhelosa célibe. Cierto día la señorita Himenia vio a su pretendido en una mesa de café. Llegó por atrás, le tapó los ojos y le dijo con insinuante voz: “Si me adivina quién soy me sentaré a tomarme un cafecito con usted y a platicar de nuestras cosas”. Don Firulete supo quién era la que hacía eso, y al punto contestó: “¡Doña Josefa Ortiz de Domínguez!”. El doctor Dyingstone, misionero al servicio de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus fi eles el adulterio con tal de que lo cometan con persona de la congregación), fue a África a llevar a los paganos la buena nueva de la existencia del infi erno. Cayeron sobre él unos salvajes que lo llevaron a su aldea. El jefe de los aborígenes llamó a un hombre que después de examinar detenidamente al doctor le puso una marca de pintura en la nalga derecha. Pensó Dyingstone: “Seguramente mi fama de misionero ha llegado hasta acá, y el jefe me reconoció. Esa marca ha de ser un signo de aprobación”. Grande fue su congoja cuando escuchó al cacique decir en buen inglés: “Nuestro Inspector de Carnes ha puesto ya su sello. Traigan el caldero”. Don Languidio Pitocáido tenía problemas para izar su grímpola. Oyó hablar de un faquir de la India que curaba esa disfunción. Hizo el viaje y lo encontró. El hombre sacó una fl auta y tocó en ella algunas notas. Al punto el exánime atributo del señor volvió a animarse. El faquir le vendió el taumaturgo instrumento al feliz cliente, pero le advirtió: “Que nadie toque una fl auta cerca, o haga un sonido semejante, porque volverá usted a su antigua condición”. Regresó don Languidio a su casa, y esa misma noche quiso darle la sorpresa a su mujer. Entró en el baño; ahí tocó la fl auta y salió luego a la alcoba en todo su esplendor. Al verlo así su esposa silbó llena de admiración: “¡Fiu fi u!”. Y el pobre señor volvió a su antigua condición. FIN

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