El Árbol del Remordimiento
 
Hace (83) meses
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Un las azoteas los gatos son más gatos, y las gatitas igualmente. Cuando el amor los llama responden con un concierto disonante comparado con el cual la música dodecafónica es acordado son. Cierta noche sus lúbricos mayidos despertaron a Pepito. Llamó a su madre y le preguntó por qué los gatos hacían así. “Es que les duelen las muelas” -acertó a responder, confusa, la señora. Días después el papá del pequeño regresó de un largo viaje. Esa misma noche el señor y la señora hicieron lo que un hombre y una mujer hacen para curar el mal de ausencia. Lo hicieron con tal pasión que la mañana siguiente Pepito les preguntó en el desayuno: “¿Van a ir al dentista?”. En un crucero Babalucas conoció a una dama de muy buenas prendas que lo invitó a visitarla en su camarote. Llegó la hora de la suerte suprema, y la mujer le dijo: “¿No vas a usar alguna protección?”. “Lo había olvidado” -respondió el tonto roque. Se levantó de la cama y se puso el salvavidas. Un alto pino vive frente a la casa del Potrero. Tan alto es que su lado la recia casona parece una casita de muñecas. El pino tiene nombre: se llama El Árbol del Remordimiento. Lo llevé al rancho cuando era apenas un poco más que una semilla. Me cabía en el hueco de la mano. Yo mismo lo planté, y encargué de su cuidado a don Abundio, el viejo mayoral. Cada semana, al ir allá, lo primero que hacía yo era ver cómo iba creciendo el arbolito. Feliz, lo vi alcanzar la estatura que entonces tenían mis otros hijos. Y sucedió que una mañana un toro se le soltó a Antonio Gáuna -así se pronuncia en el Potrero el apellido Gaona- y fue y mordió al pequeño árbol. Esa mutilación lo dejó casi a ras de suelo. “Demande a Antonio, licenciado” -me dijo don Abundio. Me resistí a hacerlo. Era mi vecino, y no me gusta andar en pleitos. “Demándelo -insistió el viejo-. El pinito va a morir, y es necesario que Gáuna tenga un escarmiento para que esté más al pendiente de sus animales”. Puse la demanda, pues, y la autoridad condenó a Antonio a pagarme el árbol. El mismo juez tasó su valor en 300 pesos. ¡300 pesos! Equivalía a un mes de salario. Recibí el dinero con una sensación de culpa. “Lo ordenó el juez” -intentó tranquilizarme don Abundio. Y he aquí que el arbolito no murió. El mordisco del toro fue como una poda para él, y en adelante se dedicó a la tarea de crecer. Fui con Antonio a devolverle su dinero, pero él lo rechazó. “No, licenciado. Lo justo es lo justo”. ¿Quién puede rebatir un argumento así? Ahora el árbol mide más de 10 metros de altura. En el tronco muestra aún la huella de la herida que el toro le infirió. De esto han pasado 30 años. Antonio Gáuna ya murió, y sin embargo todavía siento un amago de remordimiento al ver el pino. De ahí su nombre. Pues bien: quiero decirles que en estos días el árbol ha recibido una troupe de ruidosas visitantes. Son las cotorras de la sierra, o guacamayas. Llegaron a comer de los conos que da el pino. Su gárrula algarabía se escucha en todo el mundo: por el oriente hasta Las Ánimas; por el poniente hasta el antiguo poblado de Jamé; por el norte hasta la Laguna de Sánchez y por el sur hasta la ingente mole del cerro que llaman Coahuilón. Cuando todas juntas echan  a volar dicen el verso de Ramón López Velarde, aquel de “el relámpago verde de los loros”. Las miro y veo en ellas la fuerza de la vida, de la eterna vida. Habían desaparecido ya por los incendios de la sierra, por las sequías continuadas. Y regresan ahora con su mismo verdor, su mismo alborozado alboroto y su mismo relampagueante vuelo. La tierra -la Tierra- cura sus heridas, igual que el pino que vive frente a la casa del Potrero. FIN. 

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