El diccionario amotinado
 
Hace (85) meses
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Borges se refirió con ironía a los excesos de las vanguardias artísticas que logran el aplauso y el escándalo “mediante la aplicada incoherencia” y usan las palabras como un “diccionario amotinado”. En México, donde las cosas ocurren de otro modo, estos exagerados recursos se presentan menos en el dominio de las artes que en el de la jurisprudencia.

Según cálculos de algunos especialistas, la Constitución federal ha recibido 699 enmiendas desde que se promulgó en 1917; según otros, las modificaciones han sido 696. Este palimpsesto incluye cláusulas contradictorias, producto de los cambiantes intereses que las motivaron. No es una paradoja menor que la Carta Magna provoque una lectura mínima. Sus laberintos verbales confunden sin el placer compensatorio que deparan la teología hermética o la abstrusa poesía. La Constitución no fue pensada para interesar al lector común, sino para poner a prueba su tolerancia y permitir que los abogados litiguen en pos de beneficios.

Diego Valadés, jurista de primera fila, ha propuesto que la Constitución se actualice, eliminando contradicciones y acercándola a la lógica del idioma, que no surgió para confundir sino para comunicar. En su opinión, escribir desde cero una nueva Constitución acarrearía más problemas que soluciones. Las leyes siempre son escritas por un grupo hegemónico. Leales a Carranza, los constituyentes de Querétaro dejaron fuera a villistas y zapatistas. No se plasmó el ideario de los ejércitos populares, sino de la futura clase dominante. Aun así, se incluyeron artículos que hoy el Senado juzgaría demasiado radicales. Los partidos con mayoría en el Congreso practican el deliberado anacronismo de suponer que 2017 antecede a 1917.

En un contexto donde el gobierno firma los Acuerdos de San Andrés, pero los legisladores no los transforman en ley, y donde los artículos se derogan a fuerza de modificaciones, se creó la Constitución de la Ciudad de México. El documento debía ser fiel a una capital que desde 1997 ha respaldado una opción política socialdemócrata. Desde entonces, el PRD ha encontrado todos los modos de degradarse, pero sus veinte años al frente de la Ciudad de México han dejado conquistas superiores a la realidad actual de ese partido. Quienes redactamos la Propuesta para la Constitución lo hicimos al margen de toda agenda partidista, pero tomando en cuenta las garantías con que ya cuentan los capitalinos y las que esperan ver cumplidas. La equidad de género, el derecho al aborto, la eutanasia y los matrimonios igualitarios, la eliminación del fuero político, la revocación de mandato y el plebiscito son iniciativas en las que discrepan los partidos pero que, votadas una a una, serían mayoritariamente aprobadas por la población de la Ciudad de México.

El Congreso Constituyente se integró de un modo que no representa las preferencias políticas de la capital. Aunque el PRI obtuvo el 7 por ciento de los votos y Morena más del 30 por ciento, ambas formaciones tuvieron el mismo número de diputados. Aun así, durante cuatro meses extenuantes cien ciudadanos trabajaron sin sueldo bajo la respetuosa moderación de Alejandro Encinas para lograr un documento que respaldó un alto porcentaje del texto original (cerca del 80 por ciento).

Ni el resultado de la Propuesta era perfecto ni el de la Constitución lo fue. Sin embargo, se trató de un ejercicio soberano que adelantó los derechos capitalinos.

La población no se volcó al Diario Oficial para leer la nueva Carta Magna como una trepidante novela por entregas. El documento corría el albur de ser relegado a las remotas mesas de los seminarios jurídicos hasta que la PGR, el Senado y el Ejecutivo federal lo impugnaron, comprobando su inaudita vitalidad.

Cuando la jerarquía eclesiástica se opuso a la exhibición de la película El crimen del padre Amaro, los productores lanzaron una campaña publicitaria con el lema: “¿Por qué no quieren que la veas?”. La solicitud de que la Suprema Corte de Justicia revise la Constitución aumenta el interés por su contenido. A la Presidencia, la PGR y los sectores dominantes del Senado no les gusta la Carta de la ciudad. ¿Por qué no quieren que tengas esos derechos?, ésa es, como diría el melancólico príncipe de Dinamarca, la pregunta.

 

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