El empeño de ignorar
 
Hace (95) meses
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Al horror de la violencia de estos últimos diez años debemos agregar el horror de su ignorancia. Las posibilidades de saber lo que pasó la noche de Iguala se disipan mientras políticos y expertos se descalifican y lanzan acusaciones. No sé quién haya incurrido en los peores errores. No es mi intención adherirme a un bando y apuntar al contrario como culpable. Quiero apuntar aquí que nos hemos empeñado en ignorar lo que sucedió, en destruir el camino a la verdad, en impedir, por lo tanto, el proceso de comprensión. No solamente en Iguala.
Me temo que la ignorancia es una de las notas características de nuestra transición a la barbarie. No hay notaría la violencia que se desató en el país desde 2008. Tenemos números, sí. También tenemos imágenes y narraciones. La medición de la violencia se ha convertido en una industria. Los medios nos llenaban el plato del desayuno con un reporte de homicidios. Ayer matamos 8% menos que ayer pero en la última semana subimos 12%. La macabra contabilidad nos invitaba a familiarizarnos con la muerte, a ubicarla como un fenómeno tan ordinario como la lluvia, los vientos, el tráfico. Es cierto que se han levantado registros y mapas de la violencia, datos de los desaparecidos y desplazados pero apenas tenemos nombres. La tragedia de esta década sigue siendo una tragedia ignorada.
J. M. Coetzee se detuvo en la palabra “ignorar” en el discurso que pronunció en México al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Iberoamericana. (Sus palabras se pueden leer en el sitio de Nexos, gracias a la versión de Juan Pablo García Moreno.) En español ignorar tiene dos significados. Puede ser, por una parte, desconocer: ignoro si la carta llegó a tiempo. Por otra parte, ignorar puede ser también pasar por alto, desatender, fingir que algo o alguien no existe: Pepe estará en la fiesta, ignóralo. Sabemos que estará ahí, hay que hacer como que no lo vemos. En inglés, advierte el novelista sudafricano, ignorar tiene solamente esta segunda acepción: fingir que no existe lo que sabemos bien que existe. “Si tú ignoras a alguien, significa que la persona está ahí pero te comportas como si no estuviera.” Ignorar es estar consciente de que existe algo o alguien pero actuar como si no existiera.
De ambas cuerdas está amarrada nuestra ignorancia. Por una parte, desconocimiento auténtico, por la otra, simulación. Cuando el periodista Arcadi Espada vino a México hace unos años y pudo entrevistarse con funcionarios encargados de la seguridad nacional les hizo preguntas elementales: ¿quién tiene la lista completa de los asesinados en estos años? ¿Es una lista pública? ¿Quién tiene acceso a ella? La lista no existe. No contamos con un censo confiable de víctimas. En México, concluye Espada, “se puede morir sin estar en una lista de muertos” (“La violencia en los medios,” Letras libres, julio de 2011). El Estado no ha logrado, siquiera, identificar a los víctimas. Esta esforzada ignorancia nos permite hablar de La Violencia como una abstracción, una entelequia, no como una brutal realidad que altera y termina la vida de muchos.
También ignoramos en el otro sentido: fingimos que lo existente no importa. Sabemos que ahí está la violencia, les propongo que actuemos como si no existiera. Esa fue la invitación del gobierno de Peña Nieto al asumir el gobierno. Se montaba, es cierto, en el hastío que había provocado el discurso policiaco de su antecesor. Hablemos de reformas y de futuro, hablemos del consenso y no del crimen. Si cambiamos la conversación, si vemos para otro lado, si no nos dignamos a hablar del delito dejará de imponérsenos. La estrategia, ya sabemos, duró lo que duró. La ignorada violencia sigue aquí.
Es difícil extraer de la abultada lista de nuestros horrores el nombre de la tragedia más dolorosa. La noche en que la policía al servicio del crimen secuestró a 43 estudiantes puede ser la más terrible, la más traumática. No lo será solamente por la entrega del poder público a la peor barbarie, sino también por la improbabilidad de cerrar la tragedia con verdad. El crematorio de Cocula es un espantoso símbolo de la tragedia mexicana: los desaparecidos sin rastro, los huesos sin nombre, las ceniza de nadie.

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