El favor del viento
 
Hace (97) meses
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Cuando jugaba en las fuerzas juveniles de los Pumas un entrenador me enseñó a ensalivar el dedo para saber de dónde venía el viento. El gesto debía ser dominado por el capitán del equipo: si ganaba el volado antes del partido, debía elegir la cancha favorecida por las corrientes de aire.

Éramos tan malos que el entrenador aguardaba un milagroso vendaval para que el balón llegara a la portería contraria. “El viento se mueve de norte a sur”, decía, y contaba de los “campos verdaderos”, expuestos a ráfagas desconocidas por nosotros. Se diría que había entrenado en la Patagonia. No era así; los “campos verdaderos”, como el Estadio Azteca o CU, estaban en el sur de la ciudad, destino final del aire.

Jugábamos en un terregal donde un soplo levantaba una tolvanera. Por falta de cupo en las canchas de la UNAM, teníamos que ir a Legaria, junto a la fábrica de Colgate. Resultaba más fácil llegar ahí en tren de carga que en camión.

Nunca fui capitán, pero aprendí a ensalivarme el dedo, anticipando situaciones que pudieran depender de vendavales.

Esto vino a mi memoria por los ventarrones del miércoles pasado, que tiraron más de 600 árboles y anuncios que aplastaron coches.

¿Cuánto aire necesita una persona? En tiempos de marinería, había que vivir según el “favor del viento”. De no ser por aquel entrenador, apenas habría tomado en cuenta los factores eólicos de la vida.

Ciertas historias dependen del clima. Escribo la siguiente como quien busca la dirección del aire con un dedo. María nació en Zacatecas. De niña era tan delgada que su madre le ponía piedras en los bolsillos para evitar que se la llevara una ráfaga de viento.

La conocí cuando ella ya vivía en la Ciudad de México y causaba huracanes con sus ojos. Mi amigo Roque fue uno de los muchos que se enamoraron de ella. Como otros suspirantes, no se atrevía a acercársele. Una noche salimos de la antigua cantina Guadalupana; cruzamos la plaza de Coyoacán y un hombre nos detuvo con esta frase crepuscular: “Atrévanse a conocer su destino: ¡les leo la mano!”. El tipo tenía la cara cruzada de cicatrices, como un ejemplo facial de quiromancia. Daba miedo, pero Roque había bebido lo necesario para consultarlo. Curiosamente, el diagnóstico fue positivo: mi amigo tenía una cita segura con el amor.

Le pregunté al hombre cómo había aprendido su arte adivinatoria. “Por correspondencia”, contestó con pocos dientes.

No hay nada más riguroso que la superstición. ¿Podíamos creerle a alguien que aprendió a leer manos por correo? Mi amigo confió lo suficiente para decirle a María lo que nunca le había dicho, y fue correspondido. Iniciaron un romance, del que ahorro pormenores, hasta que ella se asomó al espejo, descubrió una cana y sintió que a su relación le faltaba magia. “Ya no me sorprendes”, le recriminó a Roque.

Mi amigo se dedicaba a una extravagancia de la época: hacer esculturas con tetra-pak. En las noches de la Guadalupana se ufanaba de que la compañía Lala le había comprado una vaca gigante.

Para revitalizar su amor, decidió hacer un corazón geométrico en homenaje a María. No trabajaba a escala pequeña y odiaba las papirolas. Lo suyo era el tetra-pak monumental.

Rentó un terreno en las faldas del Ajusco y ensambló cajas de leche que intrigaron y luego alarmaron a los vecinos. Dedicó tanta energía al proyecto que me atreví a decirle que tal vez el quiromántico se equivocaba. Recordé las lecciones de mi entrenador, me chupé el dedo y opiné que el viento podía derribar su escultura. Desoyó mi advertencia. El brujo que llevaba la línea de la vida en plena cara le parecía infalible.

Los despropósitos que se hacen por amor son admirables, pero no siempre para la persona amada. Roque hizo un descomunal corazón de tetra-pak que entusiasmó a sus amigos y convenció a María de que estaba loco.

Las esculturas de Roque eran efímeras, pero ignorábamos que esta lo sería tan rápido. El viento la derribó en forma estrepitosa, lanzando cajas por el Ajusco. María recordó su infancia, cuando el aire estuvo a punto de llevársela, y lamentó que eso no hubiera sucedido. Desapareció sin despedirse.

Había acertado al pensar que la escultura se desplomaría con el viento y quise tener razón en algo más: le pedí a Roque que olvidara la profecía del quiromántico. Apenas me oyó. Sufría como sólo puede sufrir alguien que pierde un amor y debe recoger mil cajas de leche.

Pero Sandra se ofreció a ayudarlo. La verdadera cita era con ella. El quiromántico tenía razón.

El viento destruye algunas cosas para que lleguen otras.

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