El hermetismo de la indignación
 
Hace (98) meses
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No imaginé decir esto pero Donald Trump tiene razón. Al parecer tiene los simpatizantes más leales del mundo. Podría dispararle a alguien a la mitad de la Quinta Avenida y no perdería un solo votante, presumía recientemente ante sus fieles que, por supuesto, celebraron con entusiasmo el chiste. Hagas lo que hagas, le decían con sus aplausos, estaremos contigo. No nos importa lo que digas, nos importa cómo nos haces sentir. Nos encanta lo que dices de los mexicanos, las mujeres, los musulmanes. Te atreves a decir las barbaridades que nosotros nunca nos atreveríamos a decir. El video del tiro podría aparecer en todas las cadenas de televisión y volverse viral en las redes sociales y su popularidad no sufriría ni un gramo. Sí. me dio la gana matar al tipo que caminaba por la calle, podría decir el millonario después del disparo. Estoy cansado de la hipocresía de la corrección política que sermonea que debemos respetar la vida de los demás aunque tengamos ganas de matar a alguien. Esa libertad es la que ha hecho grande a esta nación.
Me detengo en la ocurrencia del fascista porque capta bien una de las características centrales de nuestro enredo. La indignación no deja espacio para la reflexión y el juicio, sólo aspira a dar patadas para desahogarse. La política se vuelve fiesta de bravuconadas, una acción despreocupada que permite la identificación con otros miles de indignados. La política de hoy ofrece la emoción del linchamiento. Lo que venga después no estorba el impulso del desquite. No es ésta la política del castigo que tan importante es para cuidar los equilibrios democráticos. Es la política del desahogo, una descarga de enojo antiguo e intenso que no pierde el tiempo imaginando consecuencias de los actos. Un fascista como Donald Trump sabe que sus seguidores son ciegos y sordos, que le piden solamente insolencia, atrevimiento, descaro. ¡Me aman! dice todo el tiempo. Mis admiradores no me piden un plan coherente y detallado, no buscan ideas ni propuestas. Me quieren y sólo me piden que siga animando el entretenimiento del insulto.
Lo que festeja Trump con su burla es la desaparición de una de las condiciones esenciales del mecanismo democrático. ¿Qué queda de la democracia si el ciudadano no es sujeto mínimamente reflexivo? El político festeja públicamente que ha doblegado a la razón pública. A sus seguidores les ha negado capacidad crítica. Su soberbia le permite agregar una nueva tribu a sus ofensas: sus propias simpatizantes. Si el demagogo tradicional suele adular a sus votantes, el patán se da el lujo de insultarlos: son ustedes tan imbéciles que no reconocerían mi falta aunque la tuvieran frente a la nariz. Tanto me aman que serían incapaces de cuestionarme. Gracias, idiotas.
Las peores tragedias políticas han incubado en la renuncia al juicio crítico. Cuando el ciudadano deja de pensar por sí mismo, la atrocidad tiene el campo libre. En estos tiempos, el demagogo que logra colocarse como instrumento de la indignación ha ganado permiso para decir cualquier barbaridad con tal de que siga representando la causa. La indignación es hermética. Expulsa el auténtico impulso crítico, y levanta una muralla a la experiencia. Una campaña electoral se vuelve entonces un torneo de furiosos: ser el más enfadado, el más bravucón, el más pendenciero. O el más superficial, el más frívolo. El fenómeno es preocupante y lo es en muchas partes. No solamente en las elecciones norteamericanas sino aquí, donde el desquite parece ser el impulso vital de la política. Ahí está el éxito del Bronco en Nuevo León para confirmar el riesgo: un demagogo sin otro plan que el escarmiento del bipartidismo es buen conducto para desahogar la indignación. ¿Es algo más? Hasta el momento, no.

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