El optimista
 
Hace (81) meses
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Ovonio llegaba siempre con retraso a su trabajo. Un día lo reprendió su jefe, don Algón. Le dijo: “Es usted el último empleado en llegar a la oficina y el primero en irse a su casa”. “Sí, patrón -admitió Ovonio-. No puedo llegar tarde a todas partes”. La señorita Peripalda, catequista, se pasaba todo el tiempo hablándoles a los niños de Dios Nuestro Señor. Un día quiso darle amenidad a la lección proponiéndoles una adivinanza: “¿Quién es -les preguntó- un animalito que tiene los dientes delanteros muy grandes; la cola esponjada; muy inquieto, y que guarda nueces para el invierno?”. Pepito levantó la mano y respondió: “Todos los datos indican que se trata de la ardilla, pero seguramente la respuesta correcta es Dios Nuestro Señor”. A veces llega a mí, y me abraza, esa esquiva señora que se llama la felicidad. No merezco sus visitas, claro, pero igualmente disfruto su presencia. El pasado día de mi cumpleaños la huidiza dama estuvo conmigo. He aquí que la escuela de mi infancia, el invicto y triunfante Colegio Ignacio Zaragoza, de Saltillo, me hizo un festejo tempranero con mañanitas, pasteles y concurrencia de chicos y chicas, maestras y maestros. Se trataba de poner en acción un bello programa llamado “Libros libres”. Después del ágape fuimos todos a pie por la avenida La Salle hasta llegar al bulevar Carranza, el principal de la ciudad. Hacíamos la señal de parada a los autobuses del servicio urbano que pasaban, subíamos a ellos y poníamos en las manos de cada sorprendido pasajero un libro -cuentos, novelas, poesía, teatro- con un breve mensaje en el cual se le invitaba a leerlo y a pasarlo luego a algún otro lector en la misma forma en que se lo dimos a él: gratuitamente. Había una nota en cada uno: “Este libro fue liberado el 8 de julio de 2017, día de don Armando Fuentes Aguirre, ‘Catón’”. ¿Alguna mejor forma habrá de celebrar una mañana de cumpleaños? Por esa alegría tempranera doy las gracias a mi querido colegio lasallista; a su director, estudiantes y profesores, y muy especialmente a la maestra Imelda Rétiz, infatigable promotora de la lectura y de los libros. No olvidaré jamás el regalo que me hicieron. La historieta que cierra hoy el telón de esta columnejilla podría titularse “El optimista”. Gustosamente la firmarían, estoy seguro, los señores Dale Carnegie y Norman Vincent Peale, adalides del pensamiento positivo. Un hombre llamado Felicio se había criado como niño pobre en un convento de monjas. Hombre ya, la fortuna le sonrió y se hizo rico. Un día decidió ir a visitar sin previo aviso a las reverendas madres que cuidaron de él. Se dijo alegremente: “¡Les daré una gran sorpresa a las monjitas!”. Para mostrar que le había ido bien en la vida vistió su mejor ropa: traje de casimir inglés; camisa de seda; corbata de Pineda Covalin, zapatos de charol; sombrero de fieltro; guantes de cabritilla, polainas y bastón de junco. Así ataviado encaminó sus pasos al convento. Se repetía a sí mismo: “¡Qué sorpresa tan grande recibirán las hermanas al verme!”. No contaba con los azares anejos a la existencia humana. Le salió al paso un bandolero que le apuntó con su trabuco y le exigió la entrega del dinero que llevaba. No contento con eso el ruin maleante lo despojó de todas sus prendas de vestir, dejándolo como vino al mundo, en cueros. Quedó Felicio en medio del camino, in puris naturalis, o sea desnudo. ¿Pensarán mis cuatro lectores que esa desdicha lo afligió? ¡Ni por asomo! Siguió feliz su camino hacia el convento, silbando muy ufano una regocijada tonadilla. Se dijo, jubiloso: “¡Qué bueno que ese hombre me dejó encuerado! ¡Así la sorpresa que les daré a las madrecitas será mucho mayor!”. FIN.

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