Ella se llamaba Marguerite
 Hace (76) meses · 
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Ella se llamaba Marguerite. El apelativo de su novio, en cambio, no tenía nada de romántico: respondía al nombre de Erectino. Se hallaban los dos en la sala de la casa de ella abrazándose, besándose y acariciándose con ardimiento cuando de pronto hizo su entrada el papá de la muchacha. La parejita se separó precipitadamente, y ella ocultó su turbación haciendo como que veía el álbum fotográfico de la familia. Al parecer hubo algo que Erectino no pudo ocultar, pues don Poseidón, tras observarlo en modo detenido, le preguntó con simulada cortesía: “¿Hay algo que pueda yo ofrecerle, jovencito? ¿Un refresco? ¿Un café? ¿Una ducha helada?”. Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba a recibir esa tarde a don Calendárico, añoso caballero que la cortejaba con elegante discreción. A fin de incitarlo a hacer algo más que cortejarla fue a una perfumería y le pidió a la encargada que le mostrara algún provocativo aroma. Le dependienta le dio a oler una fragancia francesa. “Se llama ‘Peut-étre’ -le dijo-. Eso significa ‘Quizá'”. “No la quiero -rechazó la señorita Himenia-. Dame algo que se llame ‘A huevo'”. Pepito le preguntó a su madre: “Mami: la vecina del 14 ¿es mi abuelita?”. “¿Cómo puede ser tu abuelita -respondió con extrañeza la señora-, si apenas llegará a los 20 años? ¿Por qué crees que es tu abuela?”. Explicó el crío: “Es que cada vez que mi papá la ve le dice: ‘¡Mamacita!'”. Salim, un pobre camellero, tenía su humilde casa al lado del palacio del sultán. Una mañana se asombró al ver que el poderoso señor llamaba a su puerta. El sultán, con tono suplicante, le pidió: ¿”Me prestas tu baño?”. “¡Cómo! -se asombró Salim-. ¿Tú, dueño de un palacio, me pides mi baño?”. Suspiró el sultán: “Amigo mío, recuerda que tengo 100 esposas”. También Salim dejó escapar hondo suspiro: “Tendremos que esperar los dos, señor. Mi esposa está en el baño, y seguramente tardará más de una hora en salir”. A aquella chica le decían “El bicarbonato”. A todos los que la tomaban los hacía repetir. Un ratoncito blanco fue usado en una prueba de laboratorio que mediría los daños que a los fumadores causa el tabaco. Diariamente los encargados del experimento lo hacían aspirar el humo de un cigarrillo. Cierto día el ratoncito escapó de su jaula y fue a dar a un prado cercano. Ahí se encontró con una linda ratoncita que no sólo le brindó todos sus encantos, sino que además lo llevó a una casa donde había sabrosos quesos y mil variadas golosinas. Durante varios días el ratoncito vivió una vida regalada: lo mismo disfrutaba del amor que de toda suerte de suculentas viandas. Una noche, sin embargo, le anunció a la ratoncita que iba a regresar a su jaula. “¿Por qué te vas? -exclamó ella desolada-. Aquí lo tienes todo”. “Es cierto -admitió el ratón-. Pero, la verdad, extraño mi cigarrito”. Una hermosa chica fue a confesarse con el padre Arsilio. Le contó: “Un muchacho de la Universidad me pidió que le ofrendara mi virginidad. Me negué, padre, y rompí toda relación con él”. “Dios te bendiga, hija -le dijo el sacerdote-. Mereces alabanza por guardarte así de las acechanzas de los hombres”. Prosiguió la chica: “Días después un muchacho del Poli me pidió lo mismo. También lo rechacé”. “¡Bendito sea el Señor! -alzó los ojos al cielo el buen sacerdote-. Otra vez supiste guardar intacta tu pureza. Te felicito”. “No me felicite, señor cura -se avergonzó la joven-. Anoche me entregué a un muchacho del seminario. A él no lo pude resistir. Es muy guapo, y tiene gran poder de seducción”. Al oír eso el padre Arsilio se puso en pie y gritó lleno de entusiasmo: “¡Seminario, seminario, ra ra ra!”. FIN.

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