Flordelisia se llamaba
 
Hace (73) meses
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Flordelisia se llamaba. Era una chica ingenua, candorosa. Nada sabía acerca de las cosas de la vida, especialmente de aquéllas relacionadas con el sexo. Su señora madre, temerosa de que la inocencia de su hija le atrajera alguna mala consecuencia -las chicas ignorantes en cuestión de sexo muestran una extraña propensión a quedar embarazadas, le habló a Flordelisia de las fl orecitas, los pajaritos y las abejitas. Ahora no la puede sacar del jardín. Leovigildo y Anilú se iban a casar. En todo estaban de acuerdo, menos en un punto de importancia: ella quería una familia de tres hijos; él deseaba tener solamente uno. “Serán tres” -declaraba ella con fi rmeza. Y él, con la misma energía: “Será uno nada más”. “Tendremos tres”. “No. Yo quiero sólo uno”. “Está bien -cedió fi nalmente Anilú-. Pero ojalá quieras a los otros dos como si fueran tuyos”. Babalucas se prendó de la bella meserita del café. Era tímido, pero venció su timidez y una mañana le habló con temblorosa voz: “Señorita: quiero decirle algo”. Respondió la muchacha: “Usted me dirá”. Respondió Babalucas: “1.75”. Don Astasio regresó a su casa después de su jornada de trabajo. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en días de calor canicular, y en seguida encaminó sus pasos a la alcoba a fi n de reposar un punto su fatiga. Lo que ahí vio lo llenó de azoro y confusión. He aquí que su esposa Facilisa se hallaba en trance de fornicio con un mancebo en quien el lacerado esposo reconoció al repartidor de pizza. Fue don Astasio al chifonier donde guardaba una libreta en la cual anotaba adjetivos denostosos para enrostrar a su mujer en tales ocasiones. Volvió y le dijo: “¡Chafarota!”. Luego le preguntó, furioso: “¿Qué signifi ca esto?”. “No sé -respondió
ella-. Soy adúltera, no psicóloga”. El padre Sotánez, misionero perteneciente a la Orden de la Reverberación, fue a lo más profundo del Continente Negro a fi n de llevar la luz de la verdadera fe a una tribu de antropófagos que vivía ahí donde la mano del hombre blanco jamás había puesto el pie. Tan fl aco de carnes era el sacerdote, y tan viejo, que los salvajes no le prestaron atención y lo dejaron que predicara entre ellos. Tiempo después el padre Sotánez envió un memorial a Roma a fi n de informar acerca de los frutos de su apostolado: “No he conseguido aún -manifestó- que estos infelices renuncien a su bárbara costumbre de comer carne humana. Pero al menos ya logré que siguiendo nuestras piadosas prácticas los viernes de cuaresma coman únicamente pescadores”. Don Algón, salaz ejecutivo, llegó a un hotel de media estrella acompañado por una mujer. El propietario del establecimiento pertenecía a la Legión Moral, de modo que le preguntó, severo: “Dígame, señor: la dama que viene con usted ¿es su esposa?”. “¡Claro que lo es! -rebufó don Algón, exasperado-. Si no lo fuera ¿la traería a un hotelucho como éste?”. En tiempos muy pasados el rey de Inglaterra invitó a los reyes de Francia y de Germania a cazar en sus dominios. Acabada la cacería los tres monarcas disfrutaron un ágape campestre en compañía de sus respectivos cortesanos. La conversación vino a recaer en la medida de entrepierna de los monarcas. Cada uno se jactaba de ser en ese campo el mejor dotado por la naturaleza. Apostaron acerca de la cuestión. Mostró lo suyo el rey germano y gritaron sus compañeros, orgullosos. “Deutschland über alles!”. Exhibió el soberano francés su pertenencia y proclamaron los galos, entusiastas: “¡Vive la France!”. Su Majestad Británica

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