Guerra contra el narco
 
Hace (82) meses
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Don Languidio Pitocáido fue en compañía de su esposa a consultar al médico. “Doctor -le dijo-: desde hace tiempo sufro una depresión”. “No te hagas tonto -lo interrumpió la señora-. Dile exactamente cuál es la parte que tienes deprimida”. Una muchacha de tacón dorado se presentó a pedir trabajo en una casa de mala nota, congal, burdel, manfla, berreadero, caleta de leandras, pifla, gan de las mirrúes, prostíbulo, hurgamandería, lupanar o ramería. Le preguntó la madama del establecimiento: “¿Traes cartas de mala conducta?”. Un conductor iba manejando su coche y al mismo tiempo hablaba por su celular. Se subió a una acera y se estrelló contra la pared. “¡Qué barbaridad! -exclamó alguien-. ¡Ese idiota pudo haber matado a un peatón!”. “Y deje usted a un peatón -acotó Babalucas con severidad-. A una persona”. Tres recién casadas se reunieron a comentar sus respectivas experiencias en la luna de miel. Dijo una: “A mi esposo y a mí nos dieron en el hotel una habitación con vista al mar”. Comentó la segunda: “A nosotros nos asignaron un cuarto con vista al jardín”. Declaró la tercera: “A mí me tocó una habitación con vista al techo”. La mayoría de los asesinatos de periodistas tienen su origen en la guerra contra el narco, esa guerra imposible de ganar. Lo mismo sucede con el inmenso número de muertes violentas que cada año se registran en el país. Lo peor de todo es que esa guerra no es nuestra guerra: miles de mexicanos arriesgan cada día la vida en el inútil esfuerzo de impedir que las drogas lleguen a Estados Unidos, donde millones de norteamericanos no quieren que se les proteja de sus adicciones. En esa guerra, perdida de antemano, nuestros vecinos ponen las armas y nosotros ponemos los muertos. La legalización de las drogas y el freno al contrabando de armas procedentes del país del norte darían fin a una era de violencia que parece no terminará jamás. Pero, para decirlo con un culteranismo, eso está cabrón. La niña le pidió a su abuelita que le contara un cuento. Relató la señora: “La princesita encontró en el jardín a un sapo. Lo llevó a su cama, le dio un besito y el feo sapo quedó convertido en un apuesto príncipe”. Preguntó la pequeña: “Y los papás de la princesa ¿se tragaron ese cuento?”. Don Usurino Matatías, el avaro del pueblo, tenía tres hijos varones y una hija. Cierto día el mayor le salió con la peregrina novedad de que había embarazado a una muchacha cuyo padre exigía una indemnización en metálico por el perdido honor de su hija. A pagar se ha dicho. Transcurrió un par de semanas, y el segundo hijo le hizo un anuncio semejante. De nueva cuenta el cutre hubo de entregarle al genitor de la ex doncella una buena cantidad por concepto de reparación. Lo mismo sucedió con el hijo menor: también puso a una chica en estado de buena esperanza, y don Usurino tuvo que pagar otra vez los efectos de la calentura de su prole. Pasó un mes, y en esta ocasión fue la hija del cicatero la que le informó, llorosa, que estaba ligeramente embarazada. “¡Fantástico! -se alegró el avaro-. ¡Ahora nosotros cobramos!”. Estamos en tiempos prehispánicos. Pépetl -el Pepito de los aztecas- anotaba con su cincel en una piedra la lección que impartía el maestro del calmécac. Dictó el profesor: “Moctezuma fue un gran emperador”. Tac tac tac, Pépetl cinceló un rico penacho imperial. “Fue dueño de grandes riquezas”. Tac tac tac, Pépetl inscribió en la piedra plumas de quetzal, cuentas de jade y granos de cacao. “Tuvo muchas mujeres”. Tac tac tac, Pépetl labró una fila de hermosas doncellas. “Y fue un valiente guerrero”. Pépetl levantó la mano. “Perdone, maestro  -preguntó-. La palabra ‘valiente’ ¿se escribe con tres huevos o con cuatro?”. FIN. 

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