Ingenua
 
Hace (83) meses
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Don Asunción era un ranchero acomodado. Pequeño propietario -así se decía en el burocrático léxico de entonces-, vecino del Potrero de Ábrego, tenía tierras heredadas y otras que se allegó con sus caudales. Quiero decir con su dinero. Conservador, como todos los hombres que poseen tierra, cuidaba con esmero sus haberes, sin llegar a la avaricia, y éstos iban creciendo igual que sus espigas, igual que sus rebaños. Católico devoto era don Chon. Sus únicos viajes eran a Saltillo cada mes, para cumplir la devoción de los primeros viernes en el templo de San Juan Nepomuceno. Nueve días de vacaciones se tomaba al año en su quehacer del campo, y eran para venir a rezar el novenario del Señor de la Capilla. Se hospedaba entonces con su esposa, doña Chagua, en el Hotel Jardín, frente a la plaza llamada del Mercado, o de Acuña, porque ahí está la efigie marmórea del poeta. En realidad ese lugar se llama Plaza de los Hombres Ilustres, pero nadie recuerda ahora ese nombre, y quienes se lo pusieron no son ya de este mundo. En dicho hotel se aposentaban don Asunción y doña Chagua, y de su cuarto no salían sino para oír misa temprana en la Capilla, hacer algunas visitas de cumplido a familiares y viejos conocidos, o bien comprar cosas que necesitaban ellos o los muchachos. El viaje culminaba el 6 de agosto, en la gran fiesta del Señor, con su acompañamiento de verbena popular. “Los muchachos” eran los hijos de don Asunción y doña Chagua. Mocetones fornidos, criados en los trabajos del campo o del corral, eran vivo retrato de su padre. En todo lo seguían, menos en eso de la devoción, pues ellos -a fuer de jóvenes- sentían otros afanes más mundanos. Uno de ellos, el mayor, vino a la ciudad, e incitado por amigos suyos de más mundo y saber fue cierta noche a un lupanar o mancebía. Congal, para decirlo con mayor sinceridad. A esa visita siguieron otras, pues el mancebo se había prendado a primer ojo de una de las mujeres que ahí desempeñaban su antigua profesión. Seducido por los dengues y ringorrangos de la daifa cayó en sus manos, que no es lo mismo que caer en sus brazos. Ya no vivía sino por ella. Para ella eran todos sus pensamientos; por ella nada más latía su corazón, respiraban el aire sus pulmones y cumplían su natural función todas las otras partes de su cuerpo. Tanto se enamoró el muchacho de aquella pelandusca que la separó. Quiero decir que la sacó del ruin sitio en que ejercía su corporal comercio y le puso casa. No muy buena, a decir verdad, porque de poco dinero disponía el enamorado, pero casa al fin. Andaba la mujer muy orgullosa: ya no era de la vida; ahora era señora. Don Asunción supo aquello, y supo también que la unión de su hijo con aquella mujer -cuyos antecedentes ignoraba- no estaba bendecida por la Santa Madre Iglesia. Así pues un día hizo viaje especial a la ciudad y se le apersonó a la perendeca, la cual se sobresaltó mucho al ver al padre de su amante, y más porque el muchacho no se hallaba en casa. Lo invitó a pasar, pero don Asunción no quiso hacerlo: sus rígidos principios religiosos y morales le impedían pisar el suelo de una casa en donde sucedían cosas de fornicación que él no podía convalidar. Ahí, de pie frente a la puerta, le dijo a la mujer: “Señora: es menester que a la brevedad posible se case usté con mi hijo. Viven los dos en amasiato, y eso va lo mismo contra las leyes del Gobierno que contra la ley -superior- de nuestra Santa Madre Iglesia. Como padre les prohíbo que hagan vida marital hasta que se matrimonien y vivan como Dios manda”. “Señor -respondió la mujer al mismo tiempo apenada y complacida-, yo estoy puesta”. “Pos eso precisamente vine a solicitarle -replicó, enérgico, don Asunción-. ¡Que ya no se ponga!”. FIN.

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