Ku Klux Klan
 
Hace (79) meses
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Don Añilio, senescente caballero, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Una tarde le dijo: “Usted es una flor, querida amiga, y flor es cada parte de su cuerpo: su frente es nardo; sus mejillas rosas; su boca es un clavel.”. En seguida se inclinó sobre ella y le dijo al oído: “¿Me permite tocarle la amapola?”. “¡Por Dios, amigo mío! -se ruborizó ella-. Se excede usted en sus galanterías. Pero en fin, proceda”. Y cerró los ojos. Entonces él sacó del bolsillo de su levita una armónica, y empezó a tocar aquello de: “Amapola, lindísima amapola.”. Ahora resulta que lo que el viento se llevó, en verdad no se lo llevó. Explicaré ese sinsentido. Soy hombre de nostalgias. No sé cómo puedo caminar llevando el peso de tantos y tantos recuerdos, de tantas y tantas memorias. Todo se me queda; me acuerdo incluso de lo que aún no he hecho. Permitan mis cuatro lectores que les aseste hoy una de esas evocaciones. Allá en aquellos años -los de mediados del pasado siglo- Saltillo, mi ciudad, no era la gran metrópoli que ahora es, menor a Nueva York sólo por unas cuantas casas. Era un sitio entrañable, pequeñito, en el que todos nos conocíamos; en el que los días -descontados los dramas interiores- eran todos como un mismo día. Pues bien: esa tranquilidad se rompía todos los veranos con la llegada de un millar o más de gringos -así llamábamos a sus espaldas a los norteamericanos- que venían a estudiar en la Universidad Interamericana, creación de una maestra de primaria, Cuquita Galindo, que lo mismo recibía a adolescentes de high school necesitados de aprender el español que a maduros maestros y maestras de universidad en busca de los títulos y grados que con munífica generosidad salían de manos de Cuquita. Casi todos los estudiantes provenían del sur de Estados Unidos, principalmente de Texas, y yo, novel profesor de ese instituto, me asombraba al ver cómo con dos o tres cervezas, o con cinco o seis tequilas, lo mismo los rubios muchachillos que los canosos catedráticos venidos del otro lado empezaban a prorrumpir en vítores a Robert E. Lee y a la Confederación. En nuestras borracheras mexicanas mis amigos y yo ni por asomo nos acordábamos de don Benito Juárez, don Miguel Hidalgo o don Venustiano Carranza. Entonces supe que seguía vivo el espíritu sureño, con todos sus mitos y rencores; con todas sus estériles recordaciones; con todos sus fanatismos, intolerancias y discriminación. Lo que el viento se llevó no se lo llevó el viento. Ahí quedó, en símbolos como la bandera confederada o las estatuas de Lee, Jefferson Davis y los demás héroes de la rebelión esclavista. He aquí que la nostalgia, tan bonita ella, puede convertirse en odio, tan feo él. Y si un hombre estólido e ignorante como Donald Trump atiza los rescoldos que quedaron de las cruces a las que el Ku Klux Klan prendía fuego, revive entonces la miseria moral de los que se creen superiores a otros por el color de su piel, y salen a las calles otra vez a gritar sus consignas y a matar en nombre de una ideología que no tiene ideas. El viento jamás se llevará la maldad que hay en el hombre, como tampoco se llevará el bien que vive en él. Me turba ver las obras de la perversidad, pero me alegra mirar que en la vida, lo mismo que en las películas de Hollywood -al menos en las antigüitas-, el bien triunfa siempre sobre el mal. Y me alegra también la evocación de las lindas gringuitas a quienes cortejábamos para obtener de ellas los dones que las púdicas muchachas saltilleras nos negaban. Ya volveríamos a nuestras novias, terminado el verano, y ellas regresarían a nosotros conmovidas por una doliente serenata en que les cantaríamos: “Perdón, vida de mi vida.” …FIN.

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