La calle 85
 
Hace (80) meses
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No pondré aquí el nombre de esa señora, pues tuvo numerosa descendencia y no quiero ofender a su linaje. Para efectos de la narración la llamaré doña Birjana. Vecina de mi barrio saltillense, el de Santiago, era una buena mujer. Esposa fiel (hasta donde se sabe); madre amantísima (la mayor parte del tiempo); católica devota (los domingos de 12 a 12 y media de la tarde), tenía un solo defecto: le gustaba mucho jugar a la lotería. No a la nacional, sino a la local; ésa de figuras: la chalupa; el gorrito; la botella; el camarón. Todos los días jugaban, ya en su barrio, ya en los demás de la ciudad: el Ojo de Agua, el Águila de Oro; la Huilota; el Topo Chico; la Guayulera; el Gato Negro; Santa Anita; el Ferrocarril. Cada barrio tenía su salón para jugar a la lotería, y a todos iba doña Birjana movida por su afición al juego. Decía que no jugaba casi nunca; pero los hechos la desmentían. Un día le pidieron que gritara la lotería. Tomó ella el mazo de naipes, y un gesto de inquietud le apareció en el rostro. “No se puede jugar -dijo-. Falta una carta”. Se puso las barajas entre índice y pulgar. “Sí -repitió-. Falta una”. Las contaron, y efectivamente, faltaba una. Puso ella el mazo en la palma de su mano izquierda, y con el pulgar de la derecha las recorrió a gran velocidad. “Falta la rana” -decretó. Y sí, faltaba precisamente esa carta. ¡Y aun así decía doña Birjana que rara vez jugaba! Pues bien: en otra lotería, la de la sucesión presidencial, están apareciendo ya las cartas. Por un partido salieron ya la dama y el catrín. Por otro ha salido desde hace muchos años una carta que algunos dicen es el gallo y otros afirman es el diablito. Y por el partido que va en tercer lugar falta que salga el valiente, pues el que salga casi seguramente no saldrá. En fin; así está ahora la lotería sucesoria. Y si no hay cambios así quedará. Ella: “¡Júrame que no hay en tu vida otra mujer!”. Él: “Te lo juro por mi madre”. Ella: “¡No! ¡Júramelo por tus hijos?”. Él: “¿Por los nuestros o por los otros?”. Doña Madorota, la madama del lupanar del pueblo, estaba como de costumbre en su silla alta frente a la caja registradora cuando vio con sorpresa a un niño que entraba llorando en su establecimiento. Apresuradamente fue hacia él y le dijo: “¿Qué haces aquí, niño?”. “Necesito que me haga un favor” -replicó el chiquillo entre sus lágrimas. “Dime primero por qué lloras” -quiso saber la madama. Contestó el pequeño: “Un hombre muy malo me quitó mi iPhone”. Volvió a preguntar la otra: “Y ¿qué favor me pides?”. Respondió el chamaco: “Quiero que me permita estar con una de sus muchachas, la que tenga alguna enfermedad venérea”. La mujer quedó estupefacta. “¡Niño! -exclamó-. ¿Qué clase de petición es esa?”. “Permítame explicarle -dijo el párvulo-. Esa mujer me trasmitirá su mal. Yo estaré con la niñera y le trasmitiré mi mal. Mi papá estará con la niñera, y ésta le trasmitirá su mal. Luego mi papá estará con mi mamá y le trasmitirá el mal. Mi mamá estará con el chofer y le trasmitirá su mal. El chofer estará con su novia y le trasmitirá el mal. Su novia estará con su jefe y le trasmitirá su mal. Su jefe es el director de mi escuela. ¡Y él fue el que me quitó mi iPhone!”. Un tipo vio un anuncio en el periódico: “Se solicita persona para afeitar la línea del bikini a chicas modelos. Presentarse en el número 10 de la calle 1”. Llamó al teléfono que venía en el anuncio, y el que contestó le dijo: “¿Puede usted presentarse mañana en la calle 85?”. Repuso el tipo: “El anuncio dice calle 1”. “Sí -replicó el otro-. Pero la fila de hombres que aspiran al empleo llega ya hasta la calle 85”. FIN. 

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