La cama de Le Corbusier
 
Hace (93) meses
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Con excesiva frecuencia, los homenajes semejan funerales de cuerpo presente. El protagonista escucha el torrente de elogios y difícilmente se sustrae a la extrañeza de haberse convertido en figura, icono o leyenda, es decir, en una simplificada forma del malentendido.
Rara vez se mencionan los sinsabores, las irritaciones, las imposibilidades que sirvieron de soterrado estímulo al logro que ahora se festeja, entre otras cosas, porque pocos conocen las áreas de sombra que sustentan la parte visible y encomiable de la obra.
Por ventura, fui testigo de un homenaje que escapó a los rituales del género. El convulso 10 de junio, día de tráfico y manifestaciones, El Colegio Nacional celebró los sorprendentes noventa años de Teodoro González de León con dos mesas redondas. Escuché a tres arquitectos, Felipe Leal, Jorge Gamboa de Buen y Miquel Adrià, hacer un elogio técnico de su colega. Leal se ocupó de las texturas porosas que dan paradójica ligereza a los grandes bloques edificados por González de León; Gamboa de Buen, de su diseño de complejas estructuras en edificios elevados; y Adrià, de su relación con Le Corbusier y la forma en que entiende el trazo urbano de Nueva York. Aunque no fueron ajenas al afecto, estas exposiciones estuvieron guiadas por un rigor analítico próximo al dictamen. El homenajeado no era visto como alguien cuyas fatigas sucedieron en el espacio platónico de la perfección, sino como alguien que vive en estado de proyecto. En la plenitud de su oficio, se enteraba de impecables argumentos para que le asignaran una obra.
Estas reflexiones provocaron que Teodoro hablara no de sí mismo, sino de otros arquitectos. Con la tensión eléctrica que anima su discurso, se refirió a dos figuras esenciales. La primera de ellas Le Corbusier, con quien estudió en un París de la posguerra en el que no había coches.
El homenaje cambió de protagonista. González de León hizo una detallada “composición de lugar” del estudio donde había cajones con “familias de formas”, recordó en qué punto exacto se colocaba el maestro y cómo miraba el mundo. Luego habló de su vivienda y se detuvo en un detalle que llamó “incómodo y espléndido”: la cama de Le Corbusier, apoyada en una base no muy ancha y bastante alta. No era fácil subir ahí; sin embargo, al tenderse en el lecho y alzar la vista se podían ver, sin mayor esfuerzo, las frondas del Bois de Boulogne. La arquitectura no se ejerce contra la naturaleza; le otorga otro significado. El arquitecto que despertaba viendo árboles creó los únicos edificios de la Ciudad Universitaria de París que permiten ver el paisaje a través de ellos, construcciones que siguen más allá de sus muros.
Hace unas semanas, González de León regresó (acaso habría que decir “peregrinó”) a la Francia de Le Corbusier y a los noventa años recibió nuevas lecciones de su maestro.
En su mente, las fidelidades dilatadas coexisten con la cacería de sorpresas. Después de repasar la impronta de Le Corbusier, compartió el descubrimiento de un arquitecto que acaba de incorporar a su radar.
En San Petersburgo estudió los edificios de Carlo Rossi, edificador urbano de Pedro el Grande. Después de viajar de incógnito, analizando las principales ciudades de Europa, el zar comisionó edificios destinados a formar grandes bloques cívicos, conjuntos de viviendas, oficinas, teatros. Gracias a este impulso, Rossi renovó una calle entera, respetando edificios ya construidos, y contribuyó a diseñar una ciudad que se extiende como aventura del orden rumbo a un punto definido: el puerto.
El inventor de espacios del siglo XIX tenía algo en común con el artífice francés del XX: la arquitectura como segunda naturaleza. Le Corbusier dialogaba con los árboles y Rossi con el mar.
Inspirado por el análisis de los colegas que lo precedieron en la mesa, Teodoro González de León desperdició con elegancia la oportunidad de hablar de sí mismo y ofreció una cátedra sobre su maestro de siempre y el arquitecto de San Petersburgo que acaba de descubrir: “Ya había escrito de esa ciudad, pero no la entendí: tengo que corregir mi texto”, dijo, dispuesto a trabajar, demostrando que un hombre es tan grande como lo que admira.

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