La nueva carne
 
Hace (77) meses
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La protagonista de esta historia es real pero no tiene nombre. El 11 de noviembre Reforma le dedicó una nota de portada y mantuvo su identidad en el secreto para protegerla de posibles represalias, pues la intrépida chica se adentró en una red de robo y venta de celulares. Además, iba disfrazada de zombi, de modo que resulta más apropiado reconocerla por sus fauces alarmantes que por una credencial del INE.
En el centenario de Juan Rulfo, México es un bastión de los muertos vivientes. El Zombi Walk congrega miles de personas que despliegan las escabrosas posibilidades del maquillaje extremo. Como las calaveras de José Guadalupe Posada, los marchistas demuestran con sentido del humor que el tránsito al más allá representa pasar a “mejor vida”.

Nuestra protagonista paseó sus fauces devoradoras junto a zombis de cráneo pelado y ojos colgantes, hasta que descubrió que le habían robado el celular. Estaba en la calle Madero, que honra al apóstol de la democracia, pero también a las variantes más informales de la economía. Habló con vendedores ambulantes y de inmediato obtuvo información, por ser muy convincente o porque el temible disfraz ayudó a que le respondieran rápido. Lo cierto es que fue enviada a la Plaza Meave, donde algunas mercancías regresan al comercio como artículos pirata.

Revisó varios locales y vio un teléfono parecido al suyo, pero con carátula dorada. Preguntó si no tendrían otro plateado. “Me acaba de llegar uno”, dijo el vendedor. Ella lo tocó con el índice y el sistema operativo se desbloqueó. La huella digital demostraba que era suyo. ¿Debía resignarse a comprar su propio celular o limitarse a pedir un descuento al probar que era suyo? Entonces sobrevino un gran momento zombi. La chica de las fauces gritó contra el abuso, alertando a los demás clientes del robo. Sabía que estaba en medio de una mafia de ladrones. “Una sensación de estar no sólo en la boca del lobo sino en la muela”, dijo con elocuencia. Pero no se dejó amedrentar.

El escándalo llegó hasta el administrador de la plaza, quien habló con el dueño del local y con el vendedor para que devolvieran gratis el celular. ¡Justicia zombi!

Para evitar represalias, la chica y sus acompañantes fueron escoltados hasta la estación del metro San Juan de Letrán, que alude a la iglesia más antigua de la cristiandad, dedicada al Cristo Salvador. La trama terminó ante esa urbana señal de religiosidad, menos próxima a la mujer zombi que a su teléfono, el cachivache que transitó por ciclo numinoso de la muerte y la resurrección.

La historia contada por Reforma resume rasgos esenciales de la forma en que vivimos por ahora: el sincretismo cultural, la delincuencia, la piratería, la valentía de una mujer, la solidaridad de los testigos, la repentina o forzada honestidad de quienes comúnmente avalan abusos.

De manera más profunda, esta trama callejera también alude a la nueva relación que tenemos con la tecnología y al desconcertante futuro de la especie. La chica que desfiló por las calles ataviada con un atractivo disfraz sanguinolento había asumido en forma provisional la condición posthumana de los zombis. Pero un remanente identidario permanecía en su cuerpo: la huella digital. Lo revelador es que este inconfundible dato no sirvió para que la identificaran a ella, sino para descubrir su aparato. Al contacto con su índice, el teléfono “revivió”. Nuestra piel activa la carne artificial de un mecanismo.

¿Llegará el momento en que nuestro cuerpo sirva en lo fundamental para mantener despiertas a las máquinas? Las huellas digitales y el iris de los ojos son recursos para animar aparatos, la nueva carne de la que dependemos.

La noción de individuo se diluye en la medida en que la técnica se apodera de nuestros actos. Los sistemas operativos de la computación y la telefonía se han convertido en extensiones neurológicas de nuestro cerebro, prótesis que activamos cada vez más y controlamos cada vez menos.

Cuando nos piden una identificación, lo importante no es que la foto se parezca a nosotros, sino nosotros a la foto. En forma equivalente, nuestro cuerpo comienza a ser un pretexto para que las máquinas funcionen.

La zombi de esta historia no tiene nombre. Anticipo de un extraño porvenir, su seña de identidad no sirvió para individualizarla, sino para encender un aparato.

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