Al presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) se le atribuye la sentencia: “las cámaras federales y los gobernadores son del presidente; las legislaturas locales de los gobernadores y los ayuntamientos del pueblo”. Años atrás, al decidir su sucesión, el presidente Lázaro Cárdenas inició el ejercicio de una de las reglas pétreas del presidencialismo autoritario: la herencia personal del poder.

Cada seis años el ritual fue cumplido con puntualidad, conforme el estilo personal del gran elector; como lo han hecho notar varios estudiosos, el límite de ese poder es que está acotado a los seis años de mandato. Ninguno de los que después de Calles ejercieron el poder se atrevió a cambiar la regla de la no reelección absoluta. El último acto del ejercicio pleno de ese poder era la designación del heredero. Hasta que la herencia fue interrumpida por un poder mayor, el del voto popular.

En 1999 un reducido grupo de gobernadores (Madrazo, Bartlett, Villanueva) pretendió cambiar la regla y presionar para imponer un cambio en el método para seleccionar al candidato; tomada su decisión, Zedillo hizo el cambio. El PRI realizó una elección interna abierta a todo ciudadano que quisiera participar. Hubo un costo: la división y boicot que Roberto Madrazo y algunos de sus aliados practicaron en contra del candidato de su partido. La derrota no se explica por eso, pero el hecho quedó en la memoria del priísmo.
La pérdida de la Presidencia fue para el PRI equivalente a que un viejo edificio pierda su viga de amarre; para evitar el desplome fue necesario colocar una red de soporte para mantener la construcción en pie.

Esa red fueron los gobernadores priístas y otros pocos personajes clave, como los coordinadores parlamentarios federales. Para que funcionara fue indispensable un nuevo reparto del poder; los gobernadores pasaron a ser depositarios de la herencia personal en su territorio y además se erigieron en factotum en la selección de los candidatos a senadores y diputados federales de sus respectivos estados.
Parte de las reglas no escritas era que al presidente correspondía la facultad de decidir los candidatos del PRI a gobernador en cada estado; lo hacía auscultando y escuchando a los factores reales de poder, empezando por el Ejecutivo saliente, pero la decisión era de él y todos la respetaban.

Sin presidente priísta, esa facultad pasó al gobernador en turno. El cambio condujo de inmediato a la feudalización, dando paso además, de manera casi generalizada, al uso irresponsable y patrimonialista de los recursos públicos. La alternancia en el poder, sumada a la ignorancia, torpeza y frivolidad de Vicente Fox, produjo la ruptura de las cadenas de mando, prevención y control que por décadas habían sido el freno, vía la institución presidencial, de los gobernadores.

En el modelo presidencial descrito por Ruiz Cortines, el poder se ejercía de arriba hacia abajo, la pirámide tenía forma regular. Con la alternancia la pirámide quedó invertida. El poder pasó al siguiente escalón; cada gobernador asumió la facultad de designar al candidato a sucederlo. El cambio también fue producto de que la primera alternancia fue un hecho inesperado que en los años siguientes describíamos con una frase: el PAN no se ha enterado que gobierna, y el PRI no sabe que es oposición. Pronto se hicieron visibles los problemas a que esas identidades conducían.

En la construcción del nuevo entramado de poder un gobernador fue determinante, Arturo Montiel; con la meta de la candidatura presidencial en el 2005 dispuso su propia sucesión para beneficio de quien consideró le sería leal a toda prueba: su pariente Enrique Peña Nieto. Fracasado el proyecto de Montiel, el camino para construir la candidatura en 2011 quedó libre para su joven y carismático heredero.

Dos factores fueron decisivos para hacerlo primero candidato y luego Presidente: los gobernadores de su partido y los consorcios de TV y radio. La pirámide invertida dio el primer Ejecutivo federal surgido de entre pares. Algo había cambiado.