Los dos hoteles
 
Hace (88) meses
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Tengo debilidad por los hoteles, inmodificable defecto de carácter. Los cuartos de alquiler, en los que no soy responsable de los ruidos ni de abrir la puerta de la calle, me parecen preferibles a mi casa, donde cada foco fundido me acusa de abandono. La condición fugaz de la existencia se lleva mejor en un sitio con check out a las doce.

Aunque he pasado noches terribles en hoteles, prefiero la incertidumbre de dormir sin conocer la ubicación de los muebles que volver a la cama donde casi siempre sueño que llego tarde a una conferencia sin saber qué decir. Admiro a Nabokov por su prosa incomparable y porque vivió largos años en un maravilloso hotel de Montreaux.

Es posible que mi neurosis se haya alimentado de otra más dramática. Mi tía Antonomasia acostumbraba decir: “Todos los hoteles son de paso”. Se santiguaba al pasar ante una iglesia o ante un hotel; en el primer caso para encomendarse a Dios; en el segundo, para repudiar al demonio. Los cuartos numerados le parecían oportunidades para consumar fantasías de albañal inherentes a la condición humana. Los más hermosos eran los peores, pues incitaban más a la lujuria. A mis veinte años, ella consideraba que el mundo se relacionaba conmigo para pervertirme, lo cual se podía comprobar en mi melena y la música satánica que oía. Su retórica para atacar hoteles era fascinante: “Esas sábanas han albergado la asquerosa enredadera de los cuerpos”. Solterona empedernida, alcanzaba el éxtasis denostando lo que más temía.

Con el tiempo, el infierno prometido por la tía se transformó para mí en un transitorio paraíso. Pero las apariencias engañan.

Hace poco fui a un encuentro académico en una ciudad colonial. Los organizadores escogieron un hotel “con encanto”, que había sido la casa de un aristócrata de la región y cuyos balcones daban a una plaza.

En las sesiones participaba un experto en violencia que trabaja en varios países y ha hecho reveladoras investigaciones. Se hospedaba en otro hotel y pensé que esto se debía a razones de seguridad, pero uno de los organizadores me explicó: “Él no sigue el horario local sino su reloj biológico y cena a las cuatro de la mañana”. Mi hotel no tenía servicio a esa hora. El organizador habló del asunto con el respeto que se concedería a las chifladuras de Dalí.

¿En qué ciudad las cuatro de la mañana mexicanas serían un horario normal? El misterio se perfeccionó cuando un chismoso dijo que el huésped del “otro hotel” había pedido malteada de fresa y ensalada de aguacate en la madrugada.

Escuché su brillante ponencia sin distinguir ningún efecto de los desórdenes del sueño o la comida a deshoras. En la cena de despedida comió poco y se despidió pronto, pues debía madrugar para ir al aeropuerto. Yo iba en el mismo vuelo pero acababa de pedir otro tequila. Me sentí irresponsable y me consolé pensando que al menos no pediría malteada a las cuatro de la mañana.

Al otro día desperté con dolor de cabeza. Quise bañarme y el agua estaba helada. Hablé a la recepción: “La caliente tarda en salir porque la tubería es muy larga”, dijo una voz cavernaria. Después de diez minutos de desperdiciar agua volví a llamar. “El tubo es de veras largo”. Pregunté si el calentador estaba encendido. “El encargado del bóiler no ha llegado”, dijo la voz de las excusas.

Fui a desayunar. No había mesero, pero una señora me recalentó un café del día anterior, con sabor a estropajo. Un insecto reposaba al fondo de la taza. Regresé al cuarto, donde el teléfono sonaba. Era uno de los organizadores. Estaba muy apenado porque el coche había ido por mí y no me habían encontrado. En ese hotel boutique había cinco habitaciones (si no estaba en una de ellas, estaría en el restaurante), pero no me habían hallado.

Tomé un taxi que tuvo que parar en una gasolinera, luego entró en una calle equivocada donde pasaba un tren tan largo como la tubería de mi hotel. Llegué de milagro al aeropuerto.

“Estaba preocupado por ti”, me dijo el experto en crisis. Le conté lo sucedido. Entonces reveló que solía pedir un hotel con cocina las veinticuatro horas no porque comiera de madrugada, sino para valorar el servicio. Después de hacer estudios en cien países sabía que las clases empresariales más depredadoras eran la rusa y la mexicana, dispuestas a despreciar al cliente. “Me quedé en un sitio sin chiste pero que funciona”, comentó.

No llegué al extremo de darle la razón a la tía Antonomasia, pero recordé que ni en el amor ni en los hoteles la belleza garantiza el bienestar.

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