Monterrey: que no se repita la tragedia
 
Hace (87) meses
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El dolor causado por el trágico suceso acontecido en Monterrey debería ser motivo de un silencio respetuoso. A mis lectores en el extranjero les diré que en esa ciudad del norte mexicano un adolescente baleó en el aula de su colegio a su maestra y a varios de sus compañeros, y luego se quitó la vida con la pistola que utilizó para eso. Un hecho así da lugar a toda suerte de opiniones, algunas bien intencionadas, otras, por desgracia, en las cuales se manifiesta lo peor y más bajuno de la naturaleza humana. Quien escribe en los papeles públicos -tal es mi caso- no puede abstenerse en ocasiones así de aportar un punto de vista sobre lo sucedido, aunque tanto la prudencia como la caridad cristiana le aconsejen mejor guardar la pluma y no sumarse al vocerío general, pues ante el dolor del prójimo, y frente a la angustia de una comunidad afligida y conturbada, es mejor callar que elucubrar. Empiezo por expresar mi sentimiento de pena a todos los que están sufriendo por lo sucedido. Al decir “todos” incluyo a los familiares del jovencito que hizo los disparos. Ellos también están sufriendo, igual que las familias de las víctimas, o más aún quizá, y por encima de cualquier circunstancia deben ser tratados con respeto y comprensión. Ellos también son víctimas. Muchas cosas se dirán acerca de lo que llevó a aquel jovencito a realizar su acción. Seguramente influyó el conocimiento de otras acciones similares sucedidas en Estados Unidos. Motivaciones más profundas, sin embargo, deben haber actuado también para explicar su conducta. Me atrevo a sugerir alguna, a riesgo de pecar de indocto e irreflexivo. Si caigo en eso ofrezco una disculpa anticipada. No sé si en psiquiatría exista lo que podría ser llamado “síndrome de Eróstrato”. Ese tal Eróstrato prendió fuego el año 356 de nuestra era al templo de Diana en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo, que quedó destruido por las llamas. Hizo eso, dijo, para inmortalizarse. Fue condenado a morir en la hoguera -con fuego cometió su delito; con fuego lo pagó-, y los jueces que le dictaron la sentencia prohibieron bajo pena de muerte que su nombre fuera pronunciado. Pretendían que Eróstrato cayera en el olvido y que no se cumpliera su propósito de perdurar en la memoria de la gente. La sentencia, claro, era de imposible cumplimiento. En la intimidad de sus hogares los griegos repetían el nombre del incendiario, que fue pasando de generación en generación hasta llegar a nosotros. Yo mismo, el escribirlo aquí, estoy contribuyendo a perpetuarlo, y otros también ayudarán a que Eróstrato se salga con la suya. Esa necesidad de reconocimiento es lo que lleva a algunos a incurrir en acciones extremas con tal de ser mencionados. En otros casos hay una especie de rencor contra el mundo y la gente: quien ese sentimiento tiene piensa que no se le ha tratado como merece, y lo reclama en forma violenta. Importa señalar, y eso es de mayor utilidad que cualquier especulación, el peligro que representa tener armas de fuego en el hogar, de cualquier tipo que sean, incluso deportivas o de cacería, sobre todo si en la casa hay niños o jóvenes. Quienes las tengan deberían deshacerse de ellas, o ponerlas a muy buen recaudo. En última instancia, y dígase lo que se diga, las armas son para matar. Constituyen un riesgo permanente. Después de lo sucedido en Monterrey a ver qué dice ese político insensato que, movido por algún oscuro interés, presentó una iniciativa tendiente a permitir que haya armas en los hogares, y que se puedan llevar en los automóviles. Por encima de todo lo dicho quede el sentimiento de pesar por la tragedia en esa ciudad. Esperemos que no se repita en ninguna otra. FIN.

               

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