Moreira: el canto de las sirenas
 
Hace (98) meses
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Una palabra de más dijo mi amigo Humberto Moreira en las declaraciones que hizo a su regreso a México. Cuando en el aeropuerto le preguntó la prensa si estaba interesado en regresar a la vida política respondió: “No sé”. Pienso que debió haber contestado lisa y llanamente: “No”. Los consejos que se piden los da Dios; los que se dan sin que se pidan los imparte el diablo. Lejos de mí la temeraria idea de andar aconsejando acerca de la conducta ajena: antes bien necesito que alguien me aconseje acerca de la mía. Pero si el profesor Moreira me preguntara mi opinión acerca de su posible regreso a la política yo le diría llana y lisamente: “No”. Se lo diría con la misma buena fe y recta intención con que le expresé mi solidaridad, a él y a su familia, en tiempos de tormenta. Creo entender su vacilación al dar respuesta a la pregunta que le hicieron. Es hombre joven y lleno de inquietudes. Goza de popularidad y aprecio en muchos sectores de su estado y su ciudad. Seguramente siente el afán de reivindicarse, sobre todo después de su victoria jurídica en España. Pero su regreso a la actividad pública no sería en general bien visto; se le consideraría un acto de bravuconería, y aun de soberbia. Aunque su participación fuera meramente local le crearía un problema al presidente Peña, al partido al que se debe y, sobre todo, a su hermano Rubén, que se dispone a cumplir la etapa final de su gobierno, y lo último que necesita es que en Coahuila surjan inquietudes como las que seguramente provocaría la reaparición en el escenario público de su antecesor. En este caso Humberto tiene mucho que perder, y muy poco que ganar. Le corresponde por ahora, creo, buscar la paz y la tranquilidad perdidas. En la vida de hogar puede encontrar esa serenidad. Lo conozco, y puedo dar constancia del inmenso amor que profesa a su esposa y a sus hijos. Le toca también contribuir a restablecer la unidad familiar: los sentimientos filiales y fraternos han de predominar sobre cualquier circunstancia pasajera de política. Desde luego es imposible pedirle que se siente en una mecedora a leer o a evocar el recuerdo de los pasados días. Pero hay otros campos en los que puede participar sin ocasionarse problemas y sin causarlos a los demás. Trabajos de academia, asesorías, y aun tareas de índole empresarial pueden ocupar sus afanes. Hay tiempos para todo, dice el Eclesiastés. El suyo es hoy por hoy el de la prudencia y la contención. Más claramente lo dice el adagio popular: “Hay tiempo de tirar cohetes y tiempo de recoger varas”. No escuche Humberto Moreira cantos de sirenas -por lo demás mínimas sirenas-, ni caiga en tentación de vanidad. Por encima de todo piense en el bien de su país, de su estado y su ciudad, de él mismo y de su familia. Y reciba estas palabras mías con la misma buena voluntad con que se las digo desde el afecto, el reconocimiento y la invariable amistad. Daré salida ahora a un cuentecillo lene que disipe lo gravedoso de la anterior peroración… Doña Birjana llegó a su casa en horas de la madrugada. Su marido se espantó al ver que venía casi desnuda, sin más prenda que la última. “¿Por qué vienes así? -le preguntó azorado-. ¿Te asaltaron?”. “No -respondió ella, contrita-. Jugué a las cartas, y perdí”. “¿Cómo que perdiste?”. “Sí, viejo. Jugué primero el dinero que traía, mucho, y perdí hasta el último centavo. Aposté en seguida las joyas que llevaba: perdí el reloj, los anillos, el brazalete y el collar. Y tuve que venirme en taxi”. “¿En taxi? -se inquietó el esposo-. ¿Por qué?”. Respondió ella: “Jugué el coche, y lo perdí. Y mañana deberemos irnos a un hotel”. “¿Cómo que a un hotel?” -tembló el marido. “Jugué también la casa -gimió la esposa-, y la perdí. Y el rancho, viejo: recordé que estaba a mi nombre; lo aposté, y lo perdí también, al igual que los ahorros que teníamos en el banco para la educación de nuestros hijos. Me quedaba nada más la ropa que traía puesta. Prenda tras prenda fui jugando, y prenda tras prenda fui perdiendo hasta que me quedaron solamente los choninos”. Le dijo el marido con ironía burlona: “Pues los hubieras jugado, mujer. A lo mejor te reponías”. “¡Óyeme no! -replicó ella con enojo-. ¡Ni que fuera tanto el vicio!”. FIN.  

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