Nostalgia de Obama
 
Hace (86) meses
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El contraste lo agigantará. La figura de Barack Obama crecerá como la de ningún político de nuestro tiempo. Lo notable es que no fue un presidente particularmente exitoso. Su legado está lleno de claroscuros. Evitó, es cierto, una catástrofe económica. No se entendió con el Congreso. La reforma al sistema de salud, que fue su gran orgullo, está en riesgo. La mayoría republicana bien podría revertirla. Su agenda interna no caminó a ningún lado. No pudo conseguir la reforma migratoria que se propuso ni cambiar las demenciales reglas que rigen la compra y portación de armas. No fue capaz de construir una coalición para gobernar. Dejó a su partido en condición desastrosa. Tampoco puede decirse que haya sido eficaz en la conducción de su política internacional. Tuvo, es cierto, iniciativas audaces para rehacer las relaciones con Irán o con Cuba pero también tuvo errores costosísimos. Su cautela en política exterior puede ser criticada como indecisión, como una fuente de debilidad.
La tabla de eficacia del presidente Obama es, naturalmente, un combinado de aciertos y errores, éxitos y fracasos. Pero hay algo que escapa de esa contabilidad y es, precisamente ahí donde puede apreciarse la dimensión histórica de su figura. No me detengo en la enorme carga simbólica de su elección, aunque sea, por supuesto, relevante. La primera frase de su obituario subrayará que fue el primer presidente afroamericano de los Estados Unidos. Pero, más allá de eso, Obama ejerció el poder de un modo excepcional; ejemplar, en muchos sentidos. El caso de Obama ilustra que el político no puede entenderse solamente como un productor de resultados. En la conducción de nuestros representantes buscamos siempre algo más: la personificación de ciertos valores. Ahí está, a mi juicio, la grandeza de Obama. No fue un mago de la eficacia, fue un admirable ejemplo del decoro en tiempos de cinismo.
No puede pasarse por alto que en ocho años no protagonizara ningún escándalo. Obama pudo haber generado mucha antipatía en amplios sectores de la opinión pública norteamericana pero nadie señaló excesos o atropellos en sus actos públicos o en su conducta personal. El poder no fue permiso para la trampa. En Obama podía advertirse ese respeto por la función de gobierno que entre nosotros parece tan escaso. Ninguna confusión del interés personal con la responsabilidad pública. Ningún engaño, ningún abuso. Ni él, ni nadie de su familia, ni nadie de su entorno inmediato usó el poder para beneficio personal. Estrecho parece, a fin de cuentas, el criterio weberiano de la ética política. Cierto: al hombre de Estado hay que evaluarlo por su sentido de la responsabilidad, esto es, por los efectos de su conducta. Pero también hay que evaluarlo por su sentido de probidad: por el ejemplo de su conducta.
El talento más visible de Obama fue la palabra. Su carrera se montó, desde muy temprano, en su elocuencia. El hombre de apellido exótico se hizo visible por su voz. Presentó así su vida como una parábola de la historia norteamericana, remontó la derrota con un canto a la esperanza, consoló el dolor con los himnos de los esclavos. En su palabra pueden encontrarse dos apuestas entrelazadas. Por una parte, la razón, la inteligencia de quien respeta el deber del argumento. Sin justificación racional que se defiende en público, la política es arbitrariedad, capricho. Escuchar a Obama era presenciar el sencillo espectáculo de un hombre que piensa y que trata a sus escuchas como personas que piensan. Pero su elocuencia no es racionalidad helada. Es conexión emocional, empatía. De la imaginación literaria aprendió que hay que ponerse siempre en la piel del otro. No es frecuente en las cumbres del poder ese rasgo de elemental humanidad.
Y bajo la calma de un presidente imperturbable, se apreciaba otra fibra notable: un auténtico optimismo. No puede haber política sin confianza en la mejoría cercana o remota. Digo confianza para hablar de una persuasión auténtica y no del simple lugar común que se repite por inercia. Por eso el testamento de Obama como presidente es tan esclarecedor de su visión del mundo. Al tiempo que advirtió de la fragilidad de la democracia y llamó al compromiso cívico, pidió confianza en el futuro. Su optimismo no parece ingenuidad sino la estrategia para no temer.

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