Paternidad y biblioteca
 
Hace (94) meses
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Es posible que los sabios del futuro dejen la huella de sus lecturas en una tableta electrónica. Esa prótesis digital ya existe, pero no ha durado lo suficiente para definir el modo en que se hereda el conocimiento. Hasta ahora, la familia se queda con cajas, papeles y libros con los que se tropieza.
¿Cómo crece un niño entre los volúmenes de su padre? En ocasiones esos tomos representan una selva hechizada. Para Borges, no hubo mayor acontecimiento que descubrir la biblioteca de su padre. En otros casos, el niño anhela una vida diferente, la aventura del nómada, lejos de las especulaciones imaginarias.
Crecí rodeado de libros que no me interesaban. Mi padre era filósofo y mi madre psicóloga, oficios que se aprenden leyendo tratados sin anécdotas ni ilustraciones. Aquello pertenecía, como el sabor amargo, a las rarezas de los adultos.
Dentro de la familia, mi ídolo era la contrafigura del intelectual: el tío Tito, cazador profesional que había recorrido Sudamérica en motocicleta. Gran conversador, recreaba el atardecer en la sierra de Baja California en que mató un borrego cimarrón, tan pesado que tuvo que dejarlo en un risco y organizar una expedición para recuperarlo al día siguiente. Escuché sus historias hasta que mi vida se enredó en la adolescencia. Sería pretencioso decir que entré al campo de las ideas, pues sólo tenía confusiones; lo cierto es que descubrí el placer de complicar mentalmente la realidad.
A los quince años me retiré de la cacería sin haber cobrado una presa mayor y empecé a leer por gusto. La biblioteca de mi padre cobró otro sentido; me reveló secretos, no sólo de sus estudios, sino de su carácter (me intrigaron sus subrayados, siempre a lápiz, como si confiara en borrarlos).
Sin tener el iniciático deslumbramiento de Borges, la demorada aproximación a la biblioteca me permitió otro trato con mi padre. Asombrosamente, podíamos conversar.
Unos años antes de morir, tomó una decisión que ninguno de sus hijos esperaba: donar su biblioteca a la universidad de Morelia. No era un bibliómano que atesorara primeras ediciones o mandara encuadernar volúmenes. Tenía una buena biblioteca de trabajo, que servía para retratar los cambiantes énfasis de su pensamiento.
Impaciente ante los pequeños desastres cotidianos -la leche derramada, la llave perdida-, aceptaba con entereza las decisiones difíciles. Se deshizo de sus libros con la serenidad de quien asume un compromiso moral. Le quedaban pocos años de lectura, no quería abrumar a sus hijos con la responsabilidad de disponer de ese acervo, otras personas podían necesitarlo.
Roberto Bolaño dejó un conmovedor pasaje acerca de la importancia que los libros pueden tener para un padre. Enfermo de gravedad, se preguntaba quién se haría cargo de educar a su pequeño hijo Lautaro. En La Universidad Desconocida escribe: “¿a quién encargar de su cuidado sino a los libros?”. La mente del padre se reflejaba en esas hojas que debían resistir, “como caballeros medievales”, para ayudar al hijo.
Mi padre ya había visto crecer a los suyos y sus libros le parecían una carga, un sobrante. Durante el plazo de gracia en que pudimos quedarnos con algunos de ellos, ningún hermano quiso ser abusivo. Llevarse demasiados equivalía a desordenar su mente. Un día sus libros fueron a dar a un sitio benemérito cuyo nombre completo causa asombro, la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
Por ese tiempo, tuvimos una acre discusión sobre Octavio Paz. El poeta había muerto unos años atrás y mi padre publicó un texto donde le reprochaba su cercanía al poder: el mensaje liberador del poeta se ponía en entredicho por su conducta; la falta de congruencia entre las ideas y los actos restaba fuerza a la Obra. Me atreví a decirle que era reductor ver la literatura básicamente en clave política; numerosos artistas habían tenido destinos reprochables; resultaba puritano negar al autor por los hábitos del hombre.
Como buen filósofo, él respondió: “Tal vez, no lo sé”. Guardó silencio y supe que lo había ofendido. No volvimos a hablar del asunto.
Un día después de su muerte, me habló su cocinera: “Su papá dejó un paquete para usted”. Me sorprendió que alguien que actualizaba con minucia sus instrucciones sobre los trámites que debía hacer después de su muerte hubiera dejado algo inesperado.
Fui a su casa y encontré una mochila cilíndrica, como las que usan los deportistas. Descorrí el cierre y encontré la última lección del filósofo: las Obras Completas de Octavio Paz.

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