Soy ninfómana
 
Hace (77) meses
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“Soy ninfómana”. Así, con admirable laconismo, le dijo la bella mujer al doctor Duerf, siquiatra. Prosiguió: “Si un hombre, cualquier hombre, llama a la puerta de mi departamento -algún vendedor; un mensajero; el muchacho del periódico-, abro; lo jalo por el brazo; lo arrastro hasta mi cama y ahí le hago el amor apasionadamente.

Y eso es todos los días”. “Su compulsión es grave -manifestó, solemne, el doctor Duerf-. Usado en esa forma el mueble puede sufrir daños severos. Le diré qué debe hacer.

Vaya ahora mismo a su departamento; cierre bien la puerta y no la abra a nadie hasta que escuche tres toques lentos seguidos de dos rápidos”. Pomponona la Pechugona, vedette de moda, casó con don Crésido, un vejancón gordo, arrugado, calvo y patituerto, pero que tenía mucho dinero. Al día siguiente del matrimonio la cantatriz volvió a su casa y de inmediato empezó a hacer trámites tendientes a divorciarse de su cónyuge. Una amiga quiso saber por qué. Le explicó Pomponona: “La noche de bodas se me presentó al natural. Y, la verdad, se ve muy feo sin su cartera”.

El cuentecillo que sigue es surrealista. Una señora llegó a la tienda de materias primas y le pidió al dueño: “Quiero 100 gramos de gelatina sin sabor”. Preguntó el tendero: “¿Sin qué sabor la quiere?”. Respondió la clienta: “Sin sabor fresa”. “No tenemos -le informó el hombre-. Sólo hay sin sabor limón, sin sabor piña y sin sabor naranja. ¿De cuál le doy?”. “De ninguna -respondió con enojo la señora-. Yo la quería sin sabor fresa, pero veo que su tienda no está bien surtida”.

Doña Macalota se hallaba en el quinto sueño cuando escuchó ruidos que la hicieron pasar en rápida sucesión al cuarto sueño, al tercero, al segundo y al primero, hasta que finalmente despertó. Observó, recelosa, que don Chinguetas, su marido, faltaba del lecho conyugal. Rápidamente se puso la bata de popelina rosa y las pantuflas en forma del gato Garfield, y fue a investigar la causa de la ausencia. Bien pronto supo que sus recelos eran justificados: el casquivano señor estaba ante la puerta del cuarto donde dormía Caritina, la nueva y curvilínea criadita de la casa, y llamaba con suaves toques al tiempo que decía con voz queda: “Abre, Tinina linda; abre. Soy yo”.

Doña Macalota fue hacia él y le espetó hecha una furia: “¡Canalla, infame, majadero, sinvergüenza, bellaco, descarado, tunante, pícaro, bribón!”. “¡Shhh! -le impuso silencio el descarado-. La estoy probando. Si abre la puerta, eso nos demostrará que carece de sentido de la moral y la decencia, y entonces la despediremos”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, recibía a sus amigas en su casa los jueves por la tarde, y a más de ofrecerles una copita de rosoli y un platito de cuchiflíes les presentaba a un poeta que leía sus versos; a un tenor que cantaba canciones de María Grever, o a un conferencista que disertaba acerca de algún tema de interés para las invitadas. Aquella vez la anfitriona llevó al General Store, quien hablaría acerca de la batalla de Salsipuedes.

En la conversación surgió el tema de unos soldados que se hallaban en un sitio remoto en el cual todo faltaba. “¡Pobrecitos!” -se condolió la señorita Himenia-. Con gusto les enviaría un camión lleno de comida para que no pasaran hambre”. Una señora declaró: “Yo les haría llegar un camión lleno de ropa de abrigo para que no tuvieran frío”.

El General Store manifestó: “Yo les mandaría un camión lleno de viejas. Seguramente eso es lo que más falta les hace”. Al oír eso varias invitadas se pusieron en pie para retirarse, molestas por el exabrupto del rudo militar. “Vuelvan a sentarse, señoras -les dijo éste-. Ni siquiera traigo el camión”. FIN.

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