Yo no sentí el temblor
 
Hace (78) meses
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El pasado día 6 de septiembre llegué a Puebla. Por la mañana fui al Barrio del Artista, en el que encuentro siempre un bello cuadro para llevar a casa. Luego acudí al Parián, lugar de artesanías poblanas que no sé por qué no son llamadas artes.
Después, en la tarde, con mi esposa y amigos buenos, hice mi visita de siempre a Ikebana, una tienda donde a más de flores artificiales que parecen naturales venden soldaditos de plomo. Cada vez que voy compro uno, y de pilón me llevo, gratis, una memoria de mi niñez. Al salir empezó a caer una fina lluvia que nos hizo guarecernos en el templo de San Cristóbal.
Fuimos recibidos por la gran imagen del santo giganteo y la pequeña estampa de la Virgen del Rayo, que da su sonoro nombre a mujeres que se llaman así: Rayo, porque su madre pidió el auxilio de la Señora ya para concebirlas, ya para alumbrarlas.
Ahí, en plena iglesia, un hombre piropeó a mi mujer. Sucede que un anciano sacerdote oficiaba la misa de la tarde. Había solamente dos feligreses, uno de los cuales entró por la misma razón que nosotros: la lluvia. Al terminar la celebración el padre nos pidió que nos acercáramos al altar para darnos la bendición.

Lo hizo al modo antiguo, asperjándonos agua bendita con su hisopo. Vino a mi mente la expresión latina: “Haec aqua benedicta sit nobis salus et vita”. “Sea para nosotros esta agua bendita salud y vida”. Y a mi mente vinieron también los desolados versos del poeta jerezano: “Mi conciencia, mojada por el hisopo, es un ciprés que en un huerto conventual se contrista”. El sacerdote nos preguntó de dónde veníamos, y le dijimos que de Saltillo. Sé bien que la respuesta se oye jactanciosa, pero teníamos que decir la verdad. Luego le preguntó a mi mujer si éramos esposos. “Sí, padre -contestó ella-.
Tenemos 52 años de casados”. Entonces fue cuando el señor cura la piropeó. Le dijo: “Pues parece que tienes cuando mucho 10”. A mí no me dijo nada. Al día siguiente subí en Cholula -¡a mis años!- hasta la cima de la oculta pirámide sobre la cual fue construido el templo a la Virgen de los Remedios. Seguí el sendero trazado por un hilo de pétalos de rosa seguramente regados al paso de una novia o alguna quinceañera, y me conmoví al ver el pequeño santuario lleno de peregrinos. Después fuimos a Atlixco, mágico pueblo llamado “de las Flores” porque las flores son su principal cultivo.
Hermoso oficio ha de ser ése de sembrar semillas y cosechar aromas y colores. Nuestra buena fortuna nos llevó a un excelente restorán, La Villa de Carrión, donde nos sirvieron una gloriosa cecina que no es bocado de cardenal -se queda corto- sino de Papa del Renacimiento. Regresamos a Puebla y a nuestro hotel, vecino de la iglesia de San Francisco, en la cual se conserva el cuerpo del Beato Fray Sebastián de Aparicio, a quien la Iglesia ha tardado en hacer santo, quizá por su humildad. Y esa noche se movió la tierra.
Yo no sentí el temblor: cuando estoy despierto estoy medio despierto, pero cuando estoy dormido estoy todo dormido. Ahora me entero de que con el otro terremoto, el del día 17, sufrió daño muy grave el templo de la Virgen en Cholula, y que están llenas de escombros las soledosas calles de Atlixco por las cuales caminé hasta la Plaza de la Danza, a mitad del cerro de San Miguel, para ver desde la altura el panorama de la ciudad y su florido valle.
Envío mi sentimiento de pesar y mi abrazo solidario a quienes ahí, y en la Ciudad de México, y en otras partes de nuestro país sufrieron los efectos de los sismos. “Mi conciencia, mojada por el hisopo, es un ciprés que en un huerto conventual se contrista”. FIN.

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