El viejo muro ya mira al nuevo
 
Hace (86) meses
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Los habitantes de la valla que desde hace casi 25 años separa la tercera parte de la frontera México-Estados Unidos narran el drama y los secretos del viejo muro y encaran en Tijuana la llegada de uno aún más poderoso, al que ven como imperdonable ofensa del presidente Trump.

TIJUANA, B. C.— ¡10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1, cerooo! Arrodillados sobre un sillón, apoyados los brazos en el respaldo, como quien juega a despegar al espacio los chiquitos de la familia Mosqueda dan cuenta regresiva a una escena muchas veces vista desde su patio encajado en la ladera de una barranca: una camioneta de la Border Patrol asciende por una verde loma, se detiene en el límite más sureño del territorio de Estados Unidos y en su techo despliega con enigmática lentitud un gran platillo blanco de cara a donde estamos: una casa de Tijuana.

La antena parabólica se va alzando bajo el griterío alegre de los tres niños morenos que observan que el aparato apunta hasta donde viven, la colonia Libertad.

Colonia vecina de Estados Unidos, pero distante. Frente a los pequeños, del lado norte, se extienden las silvestres praderas californianas del hermoso y apacible Pacific Gateway Park. En medio, sobre la Avenida Internacional, el oxidado muro fronterizo, lámparas de halógeno y la malla metálica con alambre de púas que combaten el pase de indocumentados. Y al sur, el borde de México, callejuelas serpenteantes con casas de tabique, pendientes de fango con escaleras de llantas, gallinas, gente en andrajos, perros callejeros, señoras de mandil que se ocupan del quehacer. Todos rodean el arroyo Pachuli, cuya fauna son botes de Clarasol, empaques de Sabritas y una espumosa agua verde con volutas de desechos químicos.

Estos son México y Estados Unidos. Frente a frente, divididos solo por la férrea doble valla que el gobierno que hoy encabeza Donald Trump colocó en Tijuana durante la primera mitad de la década de 1990. El cercado se amplió sobre Arizona, Nuevo México y Texas hasta alcanzar los 930 kilómetros. Es decir, cubrió 29 por ciento de la frontera, que en esta administración se completará, según el flamante mandatario, con una “impenetrable, physical, tall, powerful, beautiful, southern border wall” de 3201 kilómetros.

Cuando ya es mediodía en esta ciudad de Baja California, un vehículo blanco y verde de la Border Patrol se estaciona junto a la camioneta de la antena. Dos agentes bajan y miran curiosos hacia México, como buscando algo.

Al parecer, la parabólica ya hace su trabajo.

—¿Saben para qué sirve? —les pregunto a los niños.

—Como un sensor —dice uno.

—Es una cámara —añade otro.

—No, es una antena gorda —corrige la niña, que desvía el tema para informarme: “Somos cristianos, adoramos a Dios”.

Su tío, el cholo veinteañero Pedro Martínez, surge de la desvencijada casa de lámina del callejón Ignacio Ramos donde vive junto a los niños y 13 familiares más. Quiere que comprenda por qué importa lo que me dijo la nena. “En esta casa, de 2008 para atrás todos éramos adictos: ese año Dios hizo grandes cosas. Si no, estaríamos fumando cristal. Con un foco, todos aquí”.

 

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