Guatemala: Ellas no debieron morir
 
Hace (84) meses
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La muerte de cuarenta adolescentes en un incendio ocurrido en un centro de acogida para menores desamparados ha generado indignación y repudio tanto en Guatemala como en el exterior. Las imágenes de ellas calcinadas y sus historias de vida desnudan la total ausencia de políticas públicas para velar por los derechos en un país que condena su futuro.

 

Cuando Virgilio López llegó a visitar a su hija, en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción, el 5 de marzo, jamás imaginó que sería la última vez que la vería con vida.

Dos días antes, Keila había cumplido 17 años. Su pequeña celebración en la sala de visitas fue modesta: pizza y un pedazo de pastel.

La chica, consciente de que había niños que nadie visitaba, compartió la comida con los más pequeños. “No era una niña que se quedara todo para ella”, afirma su hermano Aldrin, de 15 años.

En las fotos que muestran sus familiares en el celular y que prefieren no publicar por temor a represalias por parte de los cuidadores del albergue, Keila luce sonriente, modelando un vestido azul. Por su tez clara y delicadas facciones la conocían en el hogar como “la muñequita”.

Virgilio López admite que fue su esposa, de quien se encuentra separado y vive en Puerto Barrios —un municipio ubicado en la costa del Atlántico a cinco horas de la ciudad capital—, quien llevó a Keila al Hogar Virgen de la Asunción cinco meses antes del incendio en el que murió calcinada. “La mamá la fue a meter ahí por rebelde. Lo hizo sin avisarme, cuando yo andaba trabajando”, relata López, de 41 años, quien trabaja como chofer de transporte pesado.

Una prima de Keila cuenta otra historia. Asegura que su madre la golpeaba, motivo por el cual la relación entre la chica y su mamá era distante.

Tras una corta estancia en el refugio, López la llevó a vivir a casa de su hermano, pero después de un altercado con su prima, su cuñada interpuso una denuncia penal en contra de la adolescente. Poco tiempo después, Keila y un primo no llegaron a la casa a dormir, y cuando aparecieron, el día siguiente, la menor y su padre tuvieron que comparecer ante una juez, ya que la denuncia en su contra presentada por la tía nunca fue retirada. “Yo le lloré a la juez y le supliqué que me la dejaran, pero ella dijo que en el albergue estaría mejor”, recuerda López.

Erica Valenzuela, de 26 años, amiga de la familia López, albergó a Keila en su casa durante una temporada y asegura que la chica no tenía problemas de conducta. “Era muy tranquila y me ayudaba en la casa. Nunca me dijo una malcriadez. Yo no la describiría como rebelde, sino como una niña que necesitaba amor”, dice. “Su sueño era estudiar y trabajar. Decía que no quería que su papá se juntara con nadie más y que quería cuidarlo de viejito. Le decía Pitufo”.

Describe a Keila como una chica estudiosa que tenía muchos amigos en el colegio y jugaba futbol en los equipos de La Alameda y del Paraíso, en la zona 18 de la ciudad capital.

En el hogar de Valenzuela, Keila encontró la estabilidad y el cariño que no había recibido en su propio hogar. “Hablaba mucho con mis tres hijos. Al de siete años le enseñaba los colores y los números como si fuera su maestra”, relata Valenzuela. El sábado, cuando Keila fue sepultada en el cementerio Los Caracoles, el niño no se desprendía del féretro.

Pero la estancia de Keila en el hogar de Valenzuela fue corta, ya que la jueza insistió en que ella debía vivir con familiares o regresar al albergue.

Keila esperaba con ilusión las visitas dominicales de su padre, que eran como un rayo de luz entre las tinieblas. Nunca lloró durante las visitas ni narró muchos de los vejámenes a los que las chicas eran sometidas, pero lo poco que contó fue suficiente para preocupar a su padre. “Dijo que un policía le pegó una patada en el estómago porque trató de aprovecharse de ella y que les daban comidashuca(descompuesta) con gusanos”, cuenta su hermano Aldrin.

La siguiente audiencia con la jueza, programada para el 17 de marzo, López estaba decidido a insistir para que le permitieran sacar a su hija del albergue y llevarla a casa. Pero la audiencia jamás se llevaría a cabo.

Estudiantes de la Universidad de San Carlos cargan ataúdes simbólicos para protestar por la trágica muerte de las menores guatemaltecas. Foto: Johan Ordóñez/AFP 

 

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