El drogadicto de la casa con verja blanca
 
Hace (99) meses
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Poco después que el Kremlin arriara la bandera soviética, cantidades inusitadas de varones rusos comenzaron a morir. Cifras pasmosas de hombres jóvenes y de mediana edad perecían ahogados, arrollados, asfixiados y por infartos cardiacos.

Hubo toda suerte de muertes sospechosas y grotescas, y los detalles revelaron abuso de alcohol y suicidio. La expectativa de vida de los hombres rusos se desplomó; y así, entre 1986 y 1996, cayó de 65 a 57 años.

Durante años la situación causó gran perplejidad y frustración, pero cuando reporteros y académicos al fin comenzaron a esclarecer lo que ocurría, hallaron que las respuestas eran muy complicadas. Según el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, la caída de la Unión Soviética causó un “colapso demográfico” que, en buena medida, fue precipitado por un “incremento en la conducta autodestructiva, particularmente entre los hombres”. Sin embargo, todo aquel alcoholismo y uso de drogas no salió de la nada. Muchos los consideraron consecuencias directas del agravamiento de las condiciones económicas de Rusia, donde la pobreza y el desempleo habían aumentado marcadamente desde la disolución de la Unión Soviética. La combinación de desempleo y la ausencia de un futuro mejor previsible orilló a los hombres a beber. Y el vodka estaba matándolos por enfermedad hepática, envenenamiento alcohólico y accidentes mortales. En suma, era una macabra versión humorística de: “Es la economía, estúpido”.
Un cuarto de siglo después, una narrativa de autodestrucción y muerte, igualmente lóbrega, vuelve a llenar los cementerios. Pero esta vez, en Estados Unidos.


En noviembre de 2015 dos economistas de Princeton, Anne Case y Angus Deaton, publicaron un informe donde analizan las tasas de mortalidad del país de 1999 a 2013. Y sus hallazgos han transformado radicalmente nuestras perspectivas básicas sobre la expectativa de vida en el siglo XXI: durante esos 14 años, la tasa de mortalidad de los estadunidenses caucásicos de grupo etario de 45 a 54 años aumentó medio punto porcentual anual. Case y Deaton afirman que si las tasas de mortalidad, simplemente, hubieran permanecido en los niveles de 1998, en el periodo de su estudio (1999-2013) habrían ocurrido 96 mil muertes menos. Además, si las tasas de mortalidad hubieran seguido cayendo de manera sostenida, como hicieron durante la segunda mitad del siglo XX –y como es típico en los países industrializados–, en ese periodo de 14 años podrían haberse prevenido 488 mil 500 muertes. Como dijo Deaton a The Washington Post: “Murió medio millón de personas que no debieron morir”.

En un comentario sobre el estudio, Jonathan Skinner y Ellen Meara, economistas de Dartmouth, señalaron que “es difícil encontrar ambientes modernos con pérdidas de supervivencia de tal magnitud”. Skinner agrega que las cifras de mortalidad estadunidense se destacan incluso de otras crisis epidemiológicas.

Por ejemplo, comparada con la epidemia de cocaína crack de la década de 1980, la crisis VIH, y hasta las muertes masivas de hombres rusos en los años 90, la tendencia actual no tiene precedentes en su inicio repentino e imprevisto. “Aunque puñados de estudios lo han sugerido, es inaudito encontrar este incremento de mortalidad donde nadie siquiera conoce la causa, donde no hay adónde apuntar para decir, ‘¡Ay, Dios! Por eso está ocurriendo’”, dijo Skinner.

Cuando Case y Deaton publicaron su estudio en Proceedings of the National Academy of Sciences, a principios de noviembre, los intelectuales cayeron en una especie de éxtasis paranoico, y reporteros, eruditos y editorialistas salieron en masa a dar opiniones sobre las inquietantes estadísticas. Hay algunos indicios claros que apuntan a lo que está sucediendo: los datos demuestran que el incremento de mortalidad se debía, principalmente, al envenenamiento por alcohol y drogas, luego a los suicidios, mientras que la enfermedad hepática ocupaba un lejano tercer lugar. Mas no había una explicación coherente para las tasas nunca vistas de estadunidenses blancos de mediana edad que morían por sobredosis.

De modo que muchos utilizaron el estudio como una especie de lienzo para pintar cualquiera de las populares narrativas estadunidenses sobre “el fin de los tiempos”: pérdida de la religión; decadencia de los matrimonios; desintegración de los buenos empleos para la clase media; el fin de las familias de clase trabajadora por causa del estancamiento salarial; y aun más utópica, la promesa incumplida del sueño americano.

Pero muchos de los factores citados –sobre todo las consideraciones económicas como salarios congelados, desempleo y desaparición de trabajos bien remunerados que no requerían de título universitario– afectaban a los negros e hispanos de Estados Unidos mucho más que a los blancos. Y sin embargo, las tasas de mortalidad de esos grupos demográficos han seguido a la baja. Es cierto que la tasa de mortalidad de los blancos de mediana edad todavía es inferior que, por ejemplo, la del mismo grupo etario negro: 415 por 100 mil contra 581 por 100 mil. Pero esa diferencia es significativamente menor que hace 15 años, pues la mortalidad negra en el grupo de 45-54 años ha caído 2.6 por ciento anual desde 1999, mientras que la de los blancos ha aumentado. Y aunque, en la última década, los países europeos han vivido peores circunstancias económicas que Estados Unidos, su tasa de mortalidad también ha disminuido, siguiendo las tendencias históricas. Hoy día, la mortalidad de los estadunidenses blancos de mediana edad va muy a la zaga de los hispanos de Estados Unidos y los grupos etarios correspondientes de Francia, Alemania, Reino Unido y otros países desarrollados. Si aplicamos un poco de rigor analítico, el argumento económico no tiene sentido.

Algunos especuladores también se apresuran a interpretar las cifras de mortalidad como un problema específico de los hombres blancos, lo cual se adecúa perfectamente a la caracterización mediática de un grupo de decepcionados exproveedores caídos en la impotencia por la creciente desigualdad del ingreso.

Mas las cifras socavan el argumento: Andrew Gelman, profesor de estadísticas de Columbia, filtró los datos de Case y Deaton para separar las tasas de mortalidad por género, y encontró que, desde 1999, la tasa de muerte de las mujeres de 45 a 54 ha sido mayor que la de hombres, registrando un pico más pronunciado después de 2006. Este análisis de datos echó por tierra la idea ampliamente aceptada de que los difuntos eran hombres profundamente defraudados, destruidos por la revelación de que el sueño estadunidense era una mentira.

Sin embargo, hay algo que distingue a los estadunidenses blancos de ambos géneros de otras demografías en el resto del mundo: su consumo de opiáceos de prescripción. Si bien Estados Unidos representa sólo 4.6 por ciento de la población mundial, los estadunidenses consumen 80 por ciento de los opiáceos del planeta. Como señalan Skinner y Meara en su estudio, una cantidad desmedida de los consumidores de esas sustancias son blancos, y estudios anteriores han demostrado que los médicos están mucho mejor dispuestos a tratar el dolor en pacientes blancos que en negros.

NACE UNA PLAGA

“Mi hija era maestra de primaria. Tenía una maestría, casa propia; pero era adicta a la heroína”, dice Donna Shackett.

Todo ocurrió tan rápido que, para Donna, fue algo irreal. En 2012, Jill Shackett, de 24 años, maestra en una escuela primaria de Bristol, Connecticut, se sometió a una cirugía de fusión de cuello. Los opiáceos prescritos después de la operación la lanzaron a un círculo vicioso de rehabilitación y adicción, con tres internamientos en servicios de rehabilitación. Después del último, en 2013, Donna recogió a su hija en el aeropuerto y se sintió alentada al ver que parecía decidida a rehacer su vida. Cuando Jill pidió a su madre que tomara el control de sus finanzas, tuvo la esperanza de que esa vez lograría recuperarse. Pero a pocas horas de dejarla en su casa, Jill se puso en línea y empeñó su Kindle para conseguir dinero para heroína. Murió al día siguiente por una sobredosis.

La historia de las Shackett no es singular. El uso de opiáceos de prescripción se ha incrementado en Estados Unidos desde fines de la década de 1990, y la heroína le ha seguido los pasos muy de cerca. Desde 2001 hasta 2014, la tasa de sobredosis mortales por heroína se ha sextuplicado, y como han demostrado los informes mediáticos, las sesiones de cabildos municipales y las angustias legislativas locales de los últimos 18 meses, las cosas están empeorando. La nueva plaga de la heroína surge de las cenizas de la locura de los opiáceos desatada a inicios del presente siglo; y a diferencia de sus encarnaciones anteriores –la de fines de los años 60 y en la década de 1970–, ya no está restringida a los sucios callejones de las grandes ciudades del país. Esta vez, está devastando las clases trabajadora y media de Estados Unidos. “Es el tipo parado junto a ti en Starbucks. Es la maestra de tu hijo. Es tu vecino de junto”, dice Donna Shackett.

Antes de la década de 1990, los opiáceos de prescripción –fármacos sintéticos diseñados para imitar los efectos del opio– se reservaban casi exclusivamente a pacientes con cáncer que tenían dolor crónico e insoportable. Los médicos elegían de una gama de poderosos opiáceos, incluidos Fentanil, producido por Janssen Pharmaceuticals de Johnson & Johnson; Vicodin, producido y distribuido por Abbott Labs; y Percocet y Opana, de Endo Pharmaceuticals. Como esos compuestos químicos eran peligrosamente parecidos a la heroína, se reservaban sólo a individuos que experimentaban el dolor intenso provocado por tumores que presionan nervios y huesos. Pero un movimiento iniciado a mediados de los años 90, impulsado por grupos defensores y médicos especialistas en manejo del dolor, comenzó a pugnar por el uso de opiáceos para dolor crónico no canceroso. Y así, para fines de esa década, leyes y reglamentos extendieron el uso de opiáceos a todas las personas con ese tipo de dolor.


Como ya no están restringidos a un grupo reducido y altamente específico de pacientes con dolor, casi siempre con diagnóstico de cáncer terminal, ahora los opiáceos pueden usarse para cualquier cosa, desde recuperación postoperatoria hasta dolor de espalda, lesiones deportivas y migraña.

En 1996, OxyContin ingresó en el universo de los analgésicos. Desarrollado por Purdue Pharma, el fármaco fue aprobado en 1995 por la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos porque ofrecía mayor seguridad que los medicamentos de prescripción, de los que se abusaba cada vez más.

En su presentación de 2008, Historia de OxyContin: etiquetado y programa de manejo de riesgo, FDA explicaba que “se cree que la absorción prolongada, como la proporcionada en las tabletas de OxyContin, podría reducir el riesgo de abuso de una sustancia”. Tal fue uno de los argumentos de mercadotecnia principales de OxyContin: debido a su fórmula de liberación prolongada, el medicamento era “resistente al abuso” y, por consiguiente, suponía un menor riesgo a largo plazo para los pacientes.

Purdue Pharma sabía que tendría que distinguir su OxyContin del resto de los opiáceos del mercado. Su primer disparo en el campo de batalla sería la afirmación de que, gracias a la fórmula de liberación prolongada, los pacientes no tendrían que consumir muchas pastillas y tampoco obtendrían la estimulación adictiva que causaban los opiáceos que se liberaban de inmediato en el torrente sanguíneo. No obstante, Purdue minimizó los riesgos de OxyContin.

En determinado momento, llegó al extremo de asegurar que la probabilidad de adicción era “inferior a 1 por ciento”; y presuntamente, sus representantes de ventas dijeron a los proveedores de salud que el fármaco ni siquiera causaba un poquito de mareo.

Lanzaron OxyContin con un torrente de materiales promocionales, incluyendo literatura médica, cintas de audio y vídeo y un sitio web llamado Socios contra el dolor. Purdue abrumó a los doctores con productos de mercadotecnia (gorras de pesca, tazas de café y hasta un mix de música de los años 50 titulado Entra en el ritmo con OxyContin) que hoy parece cargado de una espantosa ironía, como los paradisiacos anuncios de cigarrillos de la década de 1940. Entre 1996 y 2000, la fuerza de ventas de Purdue Pharma creció de 318 a 672. La compañía también incrementó su estrategia de mercadeo en revistas médicas, elevando el gasto en publicidad de 700 mil dólares en 1996 a 4.6 millones de dólares en 2001. Para ese año, Purdue gastaba alrededor de 200 millones de dólares anuales comercializando OxyContin. Pero su táctica más insidiosa fue, sin duda, la información que ocultó a los proveedores de salud de todo el país (y cuya existencia no reveló sino hasta 2013, 11 años después del lanzamiento). Mediante una sofisticada base de datos, Purdue Pharma llevó un registro de los patrones de prescripción de los médicos, concentrando su esfuerzo de mercadotecnia en los médicos que usaban más opiáceos con sus pacientes.

La estrategia de marketing resultó y el surgimiento de OxyContin fue meteórico. Las ventas se dispararon de 45 millones en 1996 –el primer año en el mercado– a 1.1 mil millones de dólares en 2000. Entre 1997 y 2002, casi se duplicaron la cantidad de prescripciones de OxyContin para pacientes no cancerosos: de 670 mil a 6.2 millones. En 2007, Purdue se declaró culpable de cargos federales de falsa descripción de producto y de engañar a pacientes y médicos sobre el riesgo de adicción y abuso con OxyContin. En una declaración pertinente a la demanda, Purdue reconoció que “algunos empleados hicieron, o dijeron a otros empleados que hicieran, ciertas afirmaciones sobre OxyContin a ciertos profesionales de la salud, las cuales eran inconsistentes con la información de prescripción aprobada por FDA”. Pese al mea culpa, las ventas siguieron aumentando y para 2010 sumaron 3.1 mil millones de dólares.


OxyContin encabezó la tendencia de la primera década del presente siglo, cuando se cuadruplicaron las prescripciones de opiáceos. Una estadística que se cita a menudo afirma que, en 2010, había suficientes recetas de analgésicos para medicar a cada adulto estadunidense, todo el día, durante un mes. En esos primeros diez años del siglo XXI, el país estaba tan saturado de prescripciones de opiáceos, que las pastillas de OxyContin llegaron a los mercados negro y gris, donde cualquiera podía conseguirlas para usos recreativos, desde niñas iniciando la adolescencia hasta madres suburbanas y hombres de mediana edad desempleados. Y el marcado aumento en el uso de opiáceos de prescripción tuvo un alter ego devastador: el incremento cuádruple de recetas fue respondido por un incremento cuádruple de muertes por sobredosis, exactamente en el mismo periodo. Mientras que en 1999 se registraron 4 mil 30 sobredosis fatales por opiáceos, la cifra de 2010 aumentó a 16 mil 651.

LLEGA EL INVIERNO DE LA HEROÍNA

Caylee (su nombre ha sido cambiado) creció en Newtown, Connecticut. Tuvo lo que describe como una “infancia muy normal”: un hermano menor, padres que aún siguen juntos, estupendas calificaciones. Al parecer, su único problema era falta de dirección. Después del bachillerato, comenzó a trabajar en una tienda de artículos domésticos de lujo mientras estudiaba en la universidad local.

Para entonces, ya había experimentado con opiáceos de prescripción. Tantos amigos los consumían que ni siquiera se le ocurrió considerarlos tabú, mucho menos pensar que eran peligrosos.

Según Caylee, las pastillas hacían que la heroína pareciera normal, y contribuían a eliminar los espantosos estereotipos DARE (programa de educación antidrogas y violencia), esos hombres que vagabundean en las calles de la ciudad Nueva York.

Caylee pasó de las pastillas a aspirar heroína y después, a inyectársela, y cuando cumplió 24 ya era adicta. Fue inevitable, dice, debido al alto costo de mantener el hábito. “La inyección siempre es una decisión financiera, porque tu hábito es tan fuerte que no puedes sostenerlo aspirando”. Ya que el efecto de la inyección de heroína es mucho más potente que el de la inhalación, el dinero del adicto no rinde mucho una vez que empieza a usar la vía intravenosa. Y luego, te enganchas: Caylee dice que conoció gente con una adicción tan fuerte que, tan pronto como compraba la droga, comenzaba a inyectarse incluso mientras conducía el auto.

Las estadísticas sugieren que la narrativa de Caylee es compartida por muchos adictos de Estados Unidos: un informe de julio, de los Centros para Control y Prevención de Enfermedades (CDC), halló que quienes abusan de los opiáceos tienen 40 veces más probabilidades de usar heroína. Como dice la propia Caylee, de manera muy sucinta: “Los analgésicos abren la puerta a la heroína”. A veces, la primera incursión en los opiáceos ocurre con una prescripción legítima. En otros casos, los adolescentes los roban de los botiquines de sus padres.

El extraordinario excedente de opiáceos de la década de 1990, obtenido de los médicos mediante una mercadotecnia implacable, estadísticas engañosas y bases de datos secretas, creó el escenario para el peor episodio de abuso de sustancias en la historia de Estados Unidos. Y después, con la nueva década, ocurrieron dos cosas que empujaron a los estadunidenses a la actual epidemia de heroína.

Primero, la demanda de OxyContin –el opiáceo de prescripción más codiciado– se disparó en el mercado negro y superó rápidamente la oferta, volviéndose prohibitivo. A mediados de la primera década del siglo, una pastilla de 80 miligramos –dosis común en la calle– costaba entre 32 y 40 dólares; para 2009, el precio se duplicó a 80 dólares en algunas regiones del país. En el espantoso pico de una adicción, cuando los niveles de tolerancia rozan la estratosfera y son difíciles de saciar, los adictos a los opiáceos pueden ingerir entre 6 y 7 pastillas diarias de 80 miligramos. A fines de aquella década, eso se traducía en un hábito de 500 dólares diarios. Un costo que habría sido insostenible para la mayoría e imposible para quienes caían rápidamente en la vida de un drogadicto que vive en la calle. Por ello, muchos recurrieron a una alternativa más barata y cada vez más fácil de conseguir: heroína.

El segundo factor importante para migrar de los analgésicos de prescripción a la heroína fue la reformulación de OxyContin, implementada por Purdue Pharma en 2010. Transcurrida más de una década desde que su pastilla hacedora de fortunas precipitara un crecimiento exponencial en el abuso de opiáceos y sobredosis mortales, Purdue lanzó una versión de OxyContin “a prueba de manipulación”.

Según el boletín de prensa de FDA publicado el 5 de abril de 2010, la nueva fórmula “pretendía evitar que el fármaco opiáceo pudiera cortarse, fracturarse, masticarse, molerse o disolverse para liberar más medicamento”. Dicha reformulación bien pudo haber disminuido el abuso entre quienes no tenían experiencia previa con opiáceos. Y eso es lo que Purdue señala cuando le preguntan sobre su responsabilidad en la epidemia de adicción a los opiáceos y la heroína. “Durante más de una década, Purdue ha colaborado con legisladores, fuerzas de la ley y expertos en salud pública para responder a los riesgos asociados con los opiáceos de prescripción”, dijo la empresa en una declaración escrita. “Creemos que la industria farmacéutica tiene la responsabilidad y la capacidad singular de contribuir a la evolución del mercado de opiáceos, razón por la cual hemos tomado un papel de liderazgo para desarrollar opiáceos con propiedades que prevengan el abuso”. Lo que pocos entendían al momento de su lanzamiento era cómo esos nuevos opiáceos afectarían a millones de estadunidenses que ya habían desarrollado dependencia a la oxicodona contenida en las pastillas, y estaban acostumbrados a aspirar e inyectarse la sustancia para obtener la máxima estimulación.

Como ya no podían “violar la caja de seguridad”, en palabras de un adicto, millones de adictos recurrieron a la heroína marrón y al “alquitrán negro”, listos ya para inyectarse, aspirarse o fumarse. Un estudio publicado en 2012, en New England Journal of Medicine, encuestó a 2 mil 566 adictos a opiáceos y encontró que, después que Purdue lanzara su pastilla reformulada, 66 por ciento de los adictos a OxyContin cambiaron de opiáceo y la heroína fue la opción más popular. Como dijo un respondedor del estudio de 2012: “La mayoría de mis conocidos ya no se droga con OxyContin. Ahora usan heroína [porque] es más fácil de usar, mucho más barata y fácil de conseguir”.

Estos relatos y los datos acompañantes explican por qué la heroína se ha vuelto endémica en algunos sectores de Estados Unidos –los suburbios, la clase media alta, Nueva Inglaterra–, donde antes las drogas eran una pesadilla de marginados; espeluznante, pero lejana. De manera paradójica, la adicción fue primero y la heroína llegó después. Los estadunidenses blancos, que ya morían por abuso de OxyContin, Fentanil y Opana (oximorfona, otro opiáceo sintético), cambiaron de veneno a uno más barato, más potente y más letal.


Hoy día, las muertes por sobredosis de droga, tanto por opiáceos de prescripción y heroína, siguen en marcado ascenso en todos los grupos etarios. Pero el “Salvaje Oeste de OxyContin” de principios del siglo XXI no fue sólo cuestión de sobredosis; la prescripción excesiva de OxyContin, Vicodin y Percocet también diseminó la enfermedad incurable de la adicción. Como señalan Case y Deaton en su estudio, por cada sobredosis mortal de analgésicos hay 130 personas adictas a los opiáceos de prescripción.

Skinner dice que “la mortalidad es el canario en la mina de carbón”. Se refiere a que el hecho de que, entre 2013 y 2014, las sobredosis de heroína aumentaran 28 por ciento en todo el país (con un incremento acompañante de 16 por ciento en muertes por analgésicos de prescripción), significa que detrás de esa mortandad hay otros cientos de miles de adictos, los cuales no sólo se encuentran a una dosis mal calculada de la muerte, sino que están condenados a una adicción de por vida. Y en sí, agrega, la adicción a la heroína es, indiscutiblemente, más perniciosa que las muertes que provoca, pues destruye familias y comunidades, dañando a muchas más personas que sólo a los adictos.

Se han emprendido esfuerzos para combatir la andanada de drogas de prescripción y la diseminada epidemia de heroína. Michael Botticelli, director de la Oficina de Políticas Nacionales para el Control de Drogas en Washington, informa que su agencia ha emprendido una agresiva expansión del sistema estatal de monitoreo de fármacos de prescripción, a fin de que los proveedores de salud puedan identificar adictos potenciales que pasan de un médico a otro para saciar su adicción. Dicha oficina hace esfuerzos para educar a los profesionales de la salud en los peligros de los opiáceos. Botticelli también dirige esfuerzos para mejorar el acceso a tratamientos para adictos, como el uso de naloxona, sustancia que revierte los efectos de una sobredosis de opiáceos.

Pero quizás más prometedores son los nuevos lineamientos CDC para proveedores de prescripciones, los cuales instan a los médicos a evaluar los riesgos de dependencia y abuso cada vez que recetan opiáceos. CDC recomienda tratamientos opiáceos de “tres días o menos” en casi todos los casos, mucho menos que los suministros de 30 y hasta 90 días que pueden obtener los pacientes. Aunque los lineamientos CDC no son obligatorios, la comunidad médica suele citarlos y cumplirlos puntualmente.

Si bien siempre hay lugar para clasificaciones y parámetros de prescripción más estrictos, esos esfuerzos no cortarán la fuente de origen de las drogas. Y compañías farmacéuticas como Purdue, Endo, Johnson & Johnson y Abbott Labs tienen pocos incentivos para reducir las ventas de sus analgésicos: han lucrado enormemente con la epidemia de opiáceos durante casi dos décadas. Además, es muy pronto para saber cómo ha repercutido la epidemia en las vidas de hombres y mujeres de 20 o 40 años. Pasará mucho tiempo antes que entendamos, realmente, el alcance de su devastación. Y es muy probable que la situación empeore antes de mejorar: en agosto, FDA aprobó el uso de OxyContin en niños de 11 a 16 años.

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