El infierno es la calle
 
Hace (94) meses
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La violencia ha tocado durante años los linderos de la capital mexicana. Al otro lado de las avenidas y modernos edificios se tejen historias de sangre que descubren los grandes vacíos institucionales. La idea del futuro se pierde entre infantes castigados a golpes y balas, invisibilizados por el mismo sistema que forjó su destino.

 

LA PRIMERA VEZ que Alan vio cómo mataban a una persona tenía seis años. Eran las dos de la mañana y no aguantó la curiosidad de salir de su casa a averiguar qué provocaba tanto escándalo: lo que el niño descubrió fue que su calle, en la colonia Miravalle, en Iztapalapa, se había convertido en el campo de batalla de dos bandas, una de ellas liderada por sus hermanos mayores.

—¡Dale en su madre para que no se pase de listo! —ordenó uno de los chicos banda.

—Ahorita lo voy a picar, espérate —respondió el interpelado.

Patadas y puñetazos no lo amedrentaron. Alan miró de cerca, sin comprender tanto enojo y a la vez maravillado, hasta que uno de los amigos de sus hermanos sacó una navaja y se la enterró a uno de los integrantes de la banda contraria. Los vencidos se dieron a la fuga y los vencedores lanzaron piedras a la cabeza del navajeado para que no hubiera duda de que había sido aniquilado.

Alan ya estaba acostumbrado a los problemas de sus hermanos, a que robaran a cada rato para mantener su adicción a las drogas. Lo que nunca imaginó fue que, un año después, en uno de esos conflictos entre bandas cuyo único propósito era demostrar cuál era la más fuerte, uno de ellos sería asesinado, también de un navajazo.

“Aunque no siempre tenía para todos los útiles, me gustaba ir a la primaria de la colonia porque ahí me olvidaba de los problemas de la casa”, recuerda Alan, ahora un joven de 19 años, alto, flaco y con la esclerótica de los ojos enrojecida. “Como trabajaban, mis papás casi no estaban”.

Lo que aborrecía era ver a jóvenes drogados todo el tiempo, acostados en la calle. Alan cree que él llegó a la misma situación porque creció solo. Cuando su hermano fue asesinado, su papá se fue de la casa y sus dos hermanos restantes buscaron otra vida en Estados Unidos. “Apenas veía a mi mamá porque trabaja todo el día. Me tuve que guiar por las amistades más grandes. Eran mi ejemplo. Me gustaba su desmadre, sus drogas, hacían lo que querían. Crecí y me quedé con ellos”.

Desde la primaria, admiraba a sus hermanos, su estilo de vida era una meta a alcanzar. Así que no pasó mucho tiempo para que repitiera el patrón. “Poco a poco, en la secundaria, me metí en ese desmadre: beber, fumar piedra y marihuana, consumir chochos, activo y cristal. Todos a mi alrededor lo hacían, probé y me gustó”, cuenta. Lo corrieron de la escuela por golpear siempre a algún compañero y drogarse en exceso. “Hasta le llegué a pegar a una maestra”, dice.

La primera vez que cometió un delito tenía 14 años, cuando un amigo le prestó una 22 y le preguntó: “¿Quieres hacer misión?”. No lo pensó. Extasiado por la droga, a las 12 de la noche se fue al parque El Corral, cercano a Miravalle, con la pistola cargada. Cuando encontró a una pareja la encañonó: “¡Cámara, hijos de su puta madre, denme todo!”. Dos celulares y 800 pesos. Esa noche compró gramos de piedra, activo, mota y alcohol para él y su grupo de amigos. El festejo se extendió al amanecer.

 

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