El narco junto al pupitre
 
Hace (100) meses
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Agárrate fuerte, este tramo hay que pasarlo en friega”. Humberto, maestro de primaria y mi guía en Iguala, me da la orden y gira resuelto el acelerador de su moto, empuña con sus manos el manubrio hasta poner sus nudillos como municiones y, entonces sí, los objetos y sucesos de nuestro entorno son una secuencia vertiginosa: chozas abandonadas, perros flacos olisqueando matorrales polvorientos, tendejones oscuros, parcelas con retorcidos alambres de púas, niños en calzones jugando entre basura, piedras y tierra.
No se ven adultos en estas calles que huelen a miedo porque de ellas sólo se hablan desgracias. Todo está quieto, silencioso y caliente: al sol de noviembre que impacta el follaje del estado de Guerrero no le hace nada la brisa agonizante que baja de los cerros que se alzan al lado nuestro. “Llegamos”, me dice al sacarse el casco el joven profesor sudoroso y con el pelo apelmazado. Sus ojos eluden los rayos del mediodía y van a un cartel con el logo de Pepsi y la leyenda Escuela Primaria Rural Col. Jardín Pueblo Viejo. Los pigmentos, mezcla de humedad y olvido, hacen ilegible el nombre de la institución: Benito Juárez.


Entonces vuelvo la mirada a esta sierra baja, límite poniente de Iguala, la ciudad de la que México y el mundo enumeran pesares en una letanía que se ha vuelto eterna. Si en este instante nos eleváramos sobre la cima de esta profusión redonda llamada Cerro Viejo, veríamos cazahuates, guajes, amates, cascalotes, higuerillas. Extensión generosa de vida vegetal con savia abundante, pero que entre sus escondrijos, brechas adelante, es una mortaja verde: fosas, fosas y más fosas clandestinas repletas de cadáveres. Por ahí, en el terreno virgen, caminan mujeres y hombres que buscan a su desaparecido junto a los peritos de la PGR que en sus abombados trajes blancos hurgan entre senderos las señales de una masacre más.
Pero mi vista retorna a su objetivo: la escuela de Pueblo Viejo, la más próxima vecina a esos huecos con muertos que no paran de surgir desde que los 43 estudiantes de Ayotzinapa fueron desaparecidos hace quince meses en esta ciudad. El director de la primaria, Héctor Carreto, hombre de más de 60 años y paso lerdo, oye atento que la entrevista que le pido será parte de un reportaje para entender cómo es para los niños de Iguala educarse en un entorno de cadáveres, tiroteos, trasiego de goma de opio que será heroína, baleados, secuestradores y los cárteles Rojos y Guerreros Unidos que se despedazan. “Nuestros niños todo el tiempo experimentan eso. Para quienes viven aquí en Las Parotas, abajo del cerro Che Guevara o Jardines Campestre, los muertos son rutina. Los niños se cuentan esas historias, me las cuentan a mí: maestro, ¿vio el muerto de por allá?”.
—¿Los maestros qué hacen?
—En todo eso no nos metemos: trabajamos y vámonos. No sabes con qué niño estás hablando. Dices algo y se divulga en casa: “El maestro está diciendo esto y lo otro”. A mis maestros les digo: “No hablen de más”. Por temor nos quitamos.
—¿Hay algo que la escuela pueda hacer?
—Tratar de moderarlos, insistir en los valores, que del portón para adentro olviden su entorno. Pero salen de acá y en sus casas les dicen: ustedes son hombrecitos, machitos, deben mandar. Mire a ese alumno de primero —señala el director durante el recreo.
Lo ubico. Rodeado de unos veinte niños, el pequeño de seis años insulta, maldice, patalea y, por último, se acerca a otro menor. Lo mira en silencio, destierra los ojos de sus órbitas. Ahora escupe: la saliva cae a los pies de su compañerito.

MATARON A UNA NIÑA DE SEGUNDO
En el número 7 de la calle Zaragoza entro en un gigantesco calabozo, o lo que también podría ser una prisión macabra con un pasillo desde el que se abren celdas oscuras carcomidas por una humedad que cumple este año 108 años; los mismos que suma este edificio del centro de Iguala que en tiempos de la Revolución fue cuartel. Pero estas celdas con techos desvencijados y muros caqui que se caen a pedazos como piel con sarna son, en realidad, las aulas de la ecuela Herlinda García, la primaria más antigua del estado. El director, que de entrada me pide el anonimato, sale a mi paso para avisarme que es un mal día para hablar sobre la violencia criminal que permea al colegio: “Una de nuestras maestras recibió esta semana una amenaza telefónica”, informa, y me pide unos minutos para discutir con sus docentes si declararán algo. Tras diez minutos de deliberación, aceptan hablar. La condición: los nombres de los profesores serán sustituidos por una letra. No habrá ningún otro dato personal ni darán detalles sobre la amenaza.

La primaria, una catástrofe arquitectónica, es el recipiente en el que se vierte otra catástrofe, pero social: aquí van a dar los niños de entre seis y once años que son expulsados de otras instituciones por haber ejercido extrema violencia contra compañeros o maestros. Los pequeños provienen del cinturón de miseria de Iguala, en particular de las colonias PPG, Cascalote y Génesis, donde bulle la actividad delictiva de la ciudad. Aquí sólo ejercen cinco maestros, de modo que tercero y cuarto son un mismo grado. Hablan en una ronda.

A: “Tenemos miedo: hay padres que nos amenazan porque piensan que a sus hijos un maestro no tiene derecho de decirles nada”.
B: “Iguala vive una cultura de antivalores, y en la escuela es muy claro: las niñas son sobajadas todo el tiempo por sus compañeros”.
C: “Te voy a repetir la amenaza de un alumno de quinto: si me regaña le voy a hablar a mi papá que está en el reclusorio y va a mandar un amigo”.
D: “El otro día descubrí a una niña relatando el coito de su mamá a sus compañeras en plena clase: toda la familia vive en un cuarto. La violencia de Iguala ataca a los niños, que viven vidas de adultos. A los seis años saben de las fosas, de Ayotzinapa. Saben más que nosotros cómo opera la violencia, pero sus familias acuerdan secretismo. Desde las desapariciones nuestra matrícula pasó de cien a 60 alumnos. Sus padres huyeron, ya te imaginarás…”.
E: “Mire el pasillo y las paredes: cuarteados. Los techos son una coladera, damos clase con agua en los salones. No hay un lugar sin filtraciones por la humedad y los salones son cavernas. Pedimos al secretario de Educación de Guerrero su apoyo, vino y respondió: si no quieren trabajar despídame a todos estos maestros. Traigan a unos que quieran trabajar”.
Y continúan:

A: “Y ahora las amenazas telefónicas: tratamos de trabajar con normalidad, pero no es fácil. El padre de un alumno murió la noche de los muchachos de Ayotzinapa. Era taxista, pasó a la hora menos indicada y, a raíz de eso, la mamá sacó al niño de la escuela, cayó en depresión y se perdió. Nunca supimos si la hostigaron, si tuvo algún temor. Sólo vino por sus documentos”.
E: “A los niños no les pintamos un mundo feliz, aunque queremos que sepan que con valores también se puede tener otra vida. Pero salen y la calle atenta contra ellos. Comprensible que se plieguen a lo fácil, que busquen al tío, al primo que anda en eso. Es más: ha habido maestros levantados, ejecutados”.


—¿Muchos?
— (Silencio.)
—¿Tres, cuatro?
—No vamos a cuantificar.
Dos maestros rematan:
A: “También en (el pueblo igualteca) Metlapa y en la (colonia) Nicolás (Bravo) ya no hay clases porque pidieron soborno. Les dijeron: si se presentan a trabajar nos tienen que pagar”.
D: “Hace año y medio, a una niña de esta escuela la violaron, la mataron y la aventaron en la (colonia) 24 (de Febrero). Era de segundo, de siete años. Sabíamos que al salir de clases era alquilada, vendida y sepa Dios qué más, pese a que las autoridades estaban enteradas de lo que pasaba con ella. Los medios sacaron la noticia barnizando la realidad; ocurrió algo que nos impidió meternos”.

QUIERO MATAR A FULANO
—¿Tiene niños que en estos dos años se volvieran huérfanos porque perdieron a sus padres en hechos violentos?
—Sí. Comenzaron a ser aislados, temerosos.
—¿Cuántos se quedaron sin papás?
El director de la primaria rural Benito Juárez, Héctor Carreto, no quiere dar un dato más. En octubre de 2014, días después de que los normalistas de Ayotzinapa desaparecieron, en esta colonia, Pueblo Viejo, fueron descubiertas las primeras seis fosas con 28 cadáveres. Las policías federal, estatal y gendarmería, para instalar retenes arribaron en masa a esta calle, Desierto, última antes del cerro que engendra los senderos hacia esos huecos mortuorios. Miriam Rendón, joven maestra de primer grado, dio clases en mañanas en que a la escuela la cercaban cientos de agentes policiales que se sumaban a comunitarios cubiertos con pañuelos y que portaban palos y machetes. “Los niños entraron en pánico, lloraban, sufrían crisis. Tuvimos que cerrar”, dice.
El anuncio de la persecución a los grupos criminales fue vaciando de adultos a Pueblo Viejo. Y a la escuela Benito Juárez, enclavada en un área de tránsito de droga, le fue arrebatando niños. La matrícula bajó de 141 a 113. Las madres llegaban a pedir los documentos. “De un día para otro muchísimas familias se fueron de Pueblo Viejo —dice el director—. ¿El motivo? Ellos lo saben. Mejor ni preguntamos. Era: señora, tenga sus documentos”.
La joven maestra suelta un “cálmense, cálmense” a los pequeños que como un ejército de duendes gritan, se pelean, ríen y se corretean en el patio sin pavimentar. “El lema de mis niños es: pistolas. Un día le dije a un niño: ¿qué vas a pedirle a los Reyes? Me contestó: una pistola, quiero matar a fulano y mengano”.
—¿Qué le respondiste?
—Le dije: “Hablar de armas es peligroso”. Pero involucrarnos más es un riesgo: tenemos miedo de la reacción de los papás, que andan metidos en cositas.

“DE GRANDE QUIERO SER NARCO”
No hacen falta arduas investigaciones para percibir el clima de la colonia 3 de Mayo. “La desaparición de una mujer y su hijo de cinco años fue reportada ayer ante la agencia del MP, ya que desde el 21 de noviembre que salieron de su casa, en la colonia 3 de Mayo, ya no los volvieron a ver”, indica Diario 21. “Debajo de un puente vehicular (…) fueron hallados otros dos ejecutados (…) Fernando Delgado Torres de catorce años de edad, con domicilio en la calle Cuauhtémoc Cárdenas s/n de la colonia 3 de Mayo, era estudiante de la escuela primaria de esa colonia”, informa el periódico El Sur.
Javier Castañeda, director de la escuela Ricardo Flores Magón, de la misma 3 de Mayo, educa bajo el fuego: “No hay semana sin crimen. Aquí mismito en la esquina, donde se paran las combis, mataron uno hace tres semanas”.
Dentro del plantel, son sus oídos los que le avisan que algo anda mal: “Oyen narcocorridos tras bambalinas. No sé si los niños de esta escuela tengan nexos, pero eso (la música) los induce”, sostiene y manda llamar al maestro Joel Cortés, de 53 años, que entra a la dirección exclamando: “¿Entrevista? ¡Esto me gusta, yo sí quiero contar!”. Habla con una sonrisa que no se borra aunque hable de muertes, levantados, amenazas, como para blindarse de las históricas calamidades de Guerrero que acuchillan a las primarias: “Desde antes del 26 de septiembre (con la desaparición de los 43) a Iguala la sume la anarquía: nadie salía de noche por los retenes de la muerte. Todo uniformado representaba un peligro”.
—¿Y ese clima se metía en las escuelas? —pregunto al profesor de sexto grado.
—Ya era común lo que deben haberte comentado, aquello de “si no te comportas mi papá te va a llevar”. Con la ola de jóvenes muertos y levantados, niños míos me decían: “De grande quiero ser narco, quiero ser sicario”. No me aguanté y empecé a decir a mis alumnos: la ignorancia y la necesidad es explotada por personas que les querrán poner un arma en las manos. Esa arma los hará prosperar un periodo; al rato van a pagar.
—¿No es riesgoso decir eso?

—No sabes qué papás tienen, aunque a veces sí sabes —ríe—. Te la llevas suave, no te arriesgas a que te levanten: tu persuasión puede herir susceptibilidades. En las escuelas hay psicosis total: balacera aquí, maestros levantados allá, cacheteados por padres. El docente es vulnerable: entra y sale a la misma hora y los alumnos saben tu trayecto. ¿Los trataste mal? Cuidado.
Al pueblo La Ceniza, donde Joel nació, hace casi medio siglo lo desapareció una lluvia torrencial. Con sus dos hermanos y sus padres abandonó la Costa Chica para llegar a los seis años al barrio Potrerillos de Acapulco (“Ahorita un tiradero de cadáveres, droga y prostitución”). Concluida la secundaria solicitó su ingreso en la Marina, que lo aceptó. Entonces recibió la visita de tres compañeros que lo intentaron convencer de hacer juntos el examen para entrar a la escuela normal Rural de Ayotzinapa Isidro Burgos. Joel se negó: “No me veía como profesor, pero cuando se fueron, mi padre me dijo: ‘Platiquemos, ¿te gustan las armas?’. ‘No’. ‘¿Para qué quieres la Marina?’. ‘Por dinero’. ‘Haz el examen, si te quedas Dios te quiere maestro’”.


Joel pasó la prueba, estudió con varios padres de los 43 desaparecidos y este año cumple treinta años como docente “porque así lo quiso Dios”.
—¿Qué le dejó Ayotzinapa?
—Te vuelve un líder que entiende qué es la pobreza.
—¿Sus alumnos saben que estudió allá?
—Me preguntan y me sirve para motivarlos. Les digo que Ayotzinapa es la lucha para emerger de un mundo hostil, con todo en contra.
—¿El esfuerzo de los maestros de Iguala servirá para que un día vuelva la paz?
—Complicado. A los maestros no se les forma una mística para enaltecer su trabajo con esa ansia que antes se llamaba vocación. Y un pueblo que no se educa es más vulnerable. En Iguala conviene la ignorancia: es más fácil ponerle a un muchacho un arma en sus manos, que un lápiz y un libro.

ESA VIDA ES UNA FANTASÍA
Esta primaria tiene clavada la muerte en el nombre: Ambrosio Figueroa, como el campesino que, vuelto general revolucionario, por combatir a Victoriano Huerta fue fusilado en Iguala en 1913. Pero su condena no es por esa muerte, sino por otras dos, ocurridas 101 años después: los autobuses que ocupaban los normalistas de Ayotzinapa fueron emboscados la noche del 26 de septiembre de 2014 a media cuadra de donde el plantel se alza, en la avenida Juan Álvarez. Julio César Ramírez y Daniel Solís fueron asesinados en la esquina donde hoy, un lunes de noviembre, la ciudad los recuerda con un monolito de cemento al que se apoya una corona de flores seca como un papiro, una maceta volteada, dos más con las flores chupadas y tres veladoras sin llamas.
El director del turno vespertino, Francisco González, está aquí porque huyó de la droga. En Ciudad Altamirano, donde se inició como maestro, un día de 1994 se le acercó un hombre que se presentó como agricultor de Lindavista, “un pueblo precioso, con iluminación y plantas eléctricas cuando en otros pueblos se iluminaba con ocote —precisa—. Decíamos, ¿de dónde sacan tanto?
“Total, que el señor me dijo: usted nada más ponga el capital; nosotros sembramos, fertilizamos, cosechamos. Cuando el producto se venda, a michas. Pum pum mitad para usted, pum pum mitad para nosotros”.
—¿Qué respondió?
—A lo mejor salía de pobre (se carcajea), pero dije: no, no, no.
Días después, el agricultor insistió. Tras una tercera solicitud, Francisco entendió de dónde venía la pujanza de Lindavista, asumió que la propuesta era más que eso y, asustado, pidió a la SEP cambiarlo a Iguala.
Pero su nueva ciudad también se contaminó. La tentación de acercarse a la amapola tiene dos causas: “Hambre y necesidad, tengo niños que vienen sin comer, sin uniforme. Por eso la gente se mete en cosas. Dinero fácil”.
No es raro que en Iguala el narco sea un modelo de vida que se presume sin recato. Este año, en su lucha contra la delincuencia, el programa Escuela Segura visitó el plantel. “Un alumno se dibujó con una metralleta y varios niños les dijeron (a las autoridades): ‘Yo quiero ser narco’. Así como lo oyes —recuerda el director—. Los niños ven al narco y dicen: me voy p’allá, voy a tener lana, con mis carros ando pa’ arriba y p’abajo”.
—¿Ustedes les dicen de algún modo que no se metan en la delincuencia?
—No se dice ¡nada! de eso. Hay niños con padres metidos y al rato les cuentan: el profe habló de esto. ¿Hablo para que al rato vengan y digan: aquí está, llévatelo y tíralo? Pero sí llegamos por los alrededores: niños, es preferible ser feliz con un trabajo honrado a andar con problemas y decir “me van a buscar”.
El “me van a buscar” no es un juego: “El ciclo pasado tenía 120 niños inscritos en la tarde; quedaron 86. Dijeron: esto ya bailó, vámonos porque está canijo”.
Suena el Himno Nacional y el director del turno matutino, Tobías Hernández, voltea hacia la escolta para explicarme que ahí está su arma contra el crimen. “Los honores a la bandera son mi recurso: los maestros les explicamos que la Revolución fue por desigualdad, y que el origen de lo que pasa en Iguala es la extrema pobreza. Pero les aclaramos: cuidado, no se dejen engañar, el efecto (de unirse a la delincuencia) es peor que el hambre”.
—¿Cómo explican a sus alumnos la realidad de Iguala?
—El ataque a los ayotzinapos pasó aquí al lado. Y como muchos niños tienen miedo, les decimos que Iguala es reflejo de un país con violencia que en cada lugar se manifiesta de distinta forma: en Iguala, con fosas clandestinas.
—¿Les han explicado lo que pasó a media cuadra?
—No. Ni de manera general ni específica. Pero los niños son expertos en redes sociales: saben qué pasó y no les hacen falta maestros. Nuestros niños saben, por ejemplo, quién es el Chapo. Les aclaramos que (esa vida) es una fantasía. ¿De qué te sirve un gran carro, propiedades, si te va a ir mal?
Hace cerca de dos meses, uno de los seis profesores se jubiló y otro fue cambiado de plantel. Los cuatro maestros restantes debieron unir grupos de chicos de grados diferentes para darse abasto. “Hice gestiones para las suplencias —aclara Tobías—, pero la autoridad jamás respondió”. Como la SEP no autorizó la llegada de dos nuevos maestros, varios padres de familia tomaron la escuela, la cerraron y los 381 alumnos se quedaron sin clases. Una mañana de hace un mes, un grupo de hombres se acercó al plantel: “Les dijeron a las madres de familia que si no se salían les iban a dar sus plomazos”, dice el director vespertino.
—¿Y por qué el interés de ellos de liberar el plantel?
—Hay hijos de ellos en la escuela y no estaban viniendo a clases. La estrategia les resultó, en la tarde la escuela ya estaba abierta.
Hasta fines de noviembre, la SEP no había mandado nuevos maestros.

TE VA A VENIR A MATAR
En una ajetreada oficina colectiva, agachada en un pequeño escritorio bajo un papel blanco que en una pared indica Dirección de Educación, Carmen Perea intenta controlar la violencia que infecta a las 40 escuelas primarias de Iguala.
Su humilde espacio laboral en el Palacio Municipal es vecino del drama: los pasillos con marcas de fuego del incendio tras la desaparición de los 43 y el despacho del exalcalde José Luis Abarca —acusado de ordenar la matanza—, que se encuentra un piso abajo ocupado por su sucesor, Esteban Albarrán.
La directora de Educación, una mujer madura de carácter recio, ha debido asumir una responsabilidad policial pese a que su misión es la enseñanza. Y quizá no es casual su nombramiento: entre 2009 y 2011, antes de que Abarca llegara, trabajó en el área de Prevención Social del Delito y fue síndica de Justicia en la Dirección de Seguridad Pública. Hace dos meses asumió su cargo, que se concentra en el corazón del crimen: las escuelas de Olea, Coacoyula, Pueblo Viejo, 15 de Septiembre, Francisco Villa, Ruffo Figueroa, Insurgentes, Ceja Blanca y Loma del Zapatero, comunidades que recorre junto a un hombre con entrenamiento policial. “Fui amenazada de muerte”, dice.
Se niega a dar nombres de los docentes afectados, pero arranca la entrevista con un “esto está difícil”, para dar paso a un catálogo del caos que dura una hora, del que se entresaca textualmente: “Los maestros son secuestrados y por las amenazas hay mucho ausentismo en las zonas marginales”. “A muchos maestros (la delincuencia) les están cobrando el diezmo”. “No hay una escuela donde los niños no hablen de sicarios y narcos. Tengo reportes de que a eso juegan: a narcos y sicarios”. “Hay niños que llevan a escuelas cantidades de dinero que usted no podría imaginar, y esos mismos niños llevan droga y armas blancas”. “Si eres niño pobre es más fácil que te convenzan de ser halcón. Perciben el dinero y adquieren una moto”. “Los niños dicen al maestro: vas a ver, mi papá te va a venir a matar a ti y tu familia. Ya han ido a sacar maestros”. “A la Procuraduría de la Defensa del Menor ingresan desde los doce años, pero los profesores temen denunciar”. “A los niños les avisamos en las escuelas: esto te pasa si delinques”. “La matrícula se cayó: para que no las agarraran, muchas familias involucradas se fueron de aquí”.


Aunque su área carece de estadísticas, me conduce con María Isabel García, directora de la escuela Estado de Guerrero, una de las que vive una deserción más aguda: 40 niños menos en este ciclo, casi uno de cada diez alumnos, luego de que llegaran en masa corporaciones policiales: “Los familiares venían por los papeles y se iban de Iguala. Eran de Pueblo Viejo, Zapata, Cascalotes, 3 de Mayo, las zonas de las fosas. Sospechamos que participaban de esas situaciones”.
Aunque las policías federal, estatal y la gendarmería recorren las calles en aparatosas camionetas descapotadas con máscaras y armas largas para crear la sensación de vigilancia, al espanto sirven otros autos: vochitos blancos con parlantes que descargan en las calles un grito que vocea las tragedias más recientes de las cercanías. Un “le traemos los detalles de la noticia completa, compre su Diario de la Tardeee” es el vestíbulo sonoro de lo que ahora oigo en la céntrica calle Vicente Guerrero: “Muerto por riña en el Zóóócalo… Ejecutan a abogado de policííías… Revelan pistas de homicida en Huitzuuuco… Formal prisión a Abaaarca… Sangrienta riña en la Zapata…”.
“¿Las escuelas informan los problemas de Iguala?”, pregunto a la directora de Educación municipal. “Quien se los informa es esto”, dice poniendo en su escritorio el Diario de la Tarde. En los dos pliegos en blanco y negro que conforman la publicación veo amplias fotos de cuatro cadáveres. Destazados, baleados, mutilados. “Y eso que ya les rafaguearon por fuera la redacción”, exclama la mujer que con su ayudante —la maestra con formación policial Adrennys López— recorre escuelas para dar conferencias contra la violencia y mostrar a los alumnos el corto El sándwich de Mariana y el sketch La voz del silencio, cuyo fin es prevenir el delito entre menores. Además, promueve en los planteles “danza y teatro para reintegración”. “¿El teatro y la danza pueden hacer algo contra la codicia del narco?”, le pregunto. “Son paliativos y no lo van a acabar, pero si los menores no ocupan su tiempo en otra cosa la tentación (de la delincuencia) es aún mayor”.
Sus ideas comulgan con las de la escuela Niños Héroes. El director, Martín Carrión, sin dar explicaciones abre un cajón interesado en que vea algo mientras cuenta sus estrategias de contención vía la materia Cívica y Ética en el plantel que dirige desde hace veintiún años: “Les decimos las penas a que pueden ser acreedores y les explicamos que la historia de México ha vivido revoluciones armadas por una causa, ser un país libre, y que las armas de hoy tienen otra meta”.
Sobre los entierros clandestinos donde hasta fines de noviembre se habían hallado 109 cuerpos, silencio: “Los niños preguntan de las fosas y la respuesta es: no sabemos, de eso se encarga la justicia. Tú sé buen alumno para ser buen ciudadano. Si das balazos, ¿qué vas a recibir? Balazos. Si matas, ¿qué te va a pasar? Ama al prójimo para recibir amor y cuando recibas violencia, hazte a un lado. Si contestas será el cuento de nunca acabar”, concluye, y al fin encuentra en su cajón lo que hace unos días sacó de las mochilas de alumnos de quinto grado. “Un cuchillo cebollero —dice extrayendo el cubierto filoso de unos 30 centímetros de largo— y una navaja de muelle, profesional”.
Martín Carrión cierra el cajón: “Todo esto en una primaria. Como ves, está complicado”.
También lo está muy cerca, en la escuela Caritino Maldonado.
El diario El Sur publicó el 20 de octubre un suceso de cuatro días antes: el director de esta escuela, Julio Zamora, fue secuestrado en la Carretera Federal 51. Según la esposa, el profesor se dirigía a Iguala cuando su auto Bora fue interceptado a las ocho de la mañana. “Pobladores de Ahuacatitlán reportaron al número de emergencias 066 la presencia de un grupo armado” y “los delincuentes están pidiendo el pago de un rescate”, agrega la nota. Adrennys López, comisionada de la Dirección de Educación en Iguala, aclara: “No se sabe nada del maestro”.
De un día para otro, los niños se quedaron sin director en la escuela a la que acudo. Las madres dejan un miércoles por la mañana a sus hijos, que envuelven en un griterío alegre la calle Porfirio Díaz, llena de puestos de dulces, jugos, papas.
Aquí la vida sigue. Quizá no para todos.
Toco a la puerta del plantel. El director sustituto, Pedro Contreras, me hace pasar. Le pregunto sobre la realidad de Iguala: “Todo es por la gran pobreza —explica—.
Sin empleo, se van por la otra puerta. Por eso Guerrero es delincuencia”.
—¿Alguna noticia del director?
—Sinceramente, no puedo contestar. Omito. No puedo decir. Me reservo. No me incumbe. No soy la persona que debe hablar —dice, y se levanta.
La plática debe acabar en este mismo momento.

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