Trump ¿Y si gana?
 
Hace (96) meses
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Por Matthew Cooper

 Donald Trump tiene más probabilidades de terminar como Jimmy Carter: siendo un pésimo diseñador de leyes y una aplastante desilusión para sus partidarios.

Hablando ante más de un millón de espectadores, jurando “hacer que Estados Unidos sea grande otra vez” y declarando que es un líder que es “un éxito fantástico, al igual que mis asombrosas, asombrosas empresas”, Donald J. Trump tomó juramento el viernes como el presidente número 45 de Estados Unidos de Norteamérica entre manifestaciones contra lo que los manifestantes llaman sus políticas racistas y antinmigrantes.

“¿Cuándo fue la última vez que ganamos en algo?”, preguntó el presidente Trump a la multitud que lo aclamaba, rodeada por miles de manifestantes ruidosos y enfadados. “He construido un negocio fantástico, dado empleo a miles de personas, dirigí la mejor campaña, si la miras, de todos los tiempos. Mejor que Lincoln. Así que el triunfo empieza hoy”. Mientras el nuevo presidente hablaba, el expresidente Barack Obama, cuya ciudadanía fue cuestionada por Trump apenas el viernes por la mañana en la reunión tradicional en la Casa Blanca entre el presidente entrante y el saliente, apartó la mirada. Paul Ryan, vocero de la Cámara, aún dolido por el comentario que Trump hizo en una fiesta navideña del Congreso, afirmando que el nativo de Wisconsin “había sido elegido sólo por unos cuantos granjeros”, aplaudió cortésmente.

En primer día, Trump ya había puesto su marca en la capital. Se convirtió en el primer presidente en tuitear durante la ceremonia inaugural. “Estos manifestantes son tipos malos. Malos de verdad. La elección ha terminado. Hagan algo con su vida. ¡TRISTE!” Después de la ceremonia, en lugar de observar el desfile inaugural desde una tribuna en la Casa Blanca, Trump encabezó la procesión como director de desfile y luego miró los festejos desde la parte frontal del Hotel Internacional Trump en la Antigua Oficina Postal, la lujosa propiedad que inauguró en septiembre. Agentes del servicio secreto flanqueaban al nuevo presidente mientras era aclamado y abucheado a la vez en su caminata por la avenida Pennsylvania. El presidente y la primera dama Melania Trump vivirán en una de las suites presidenciales del hotel hasta que sus renovaciones a la Casa Blanca, cuyo costo se calcula en 6 millones de dólares y que serán pagadas de su propio bolsillo (incluyendo la aplicación extensa de hoja de oro en la Sala Oval), sean terminadas esta primavera. “Francamente, este hotel es tan, tan fantástico, verdaderamente excelente, que podría quedarme. Podría. Debería. No lo haré, pero podría. Es así de bueno”.

Tras la inauguración, el presidente firmó un decreto que invalidaba el decreto de Obama que permitía que hasta 5 millones de inmigrantes indocumentados permanecieran en Estados Unidos, y ordenó al Procurador General Chris Christie que le informara en 30 días cómo empezarían las deportaciones. Después, el presidente se preparó para los bailes vespertinos, que incluirá una presentación de la banda cristiana de rock pesado Stryper. “¡Los evangélicos me aman!”, dijo el nuevo comandante en jefe.

Hace dieciséis años, Los Simpson trasmitieron un episodio titulado Bart al futuro, una parodia de Volver al futuro, en la que Lisa Simpson se convierte en “la primera presidente heterosexual”. ¿Su predecesor? Donald Trump. “Dejó quebrado al país”, suspira ella.

El negocio de imaginar a Trump como presidente se remonta aún más, al menos hasta 1988, cuando el esbelto y rubio heredero de bienes raíces asistió a la Convención Nacional Republicana y se le preguntó si deseaba postularse para presidente algún día. “Si decidiera hacerlo… tendría un montón de posibilidades de ganar”, dijo Trump en ese entonces. Desde luego, su largo coqueteo terminó el año pasado. El hombre a quien The New York Times describió en 1973, cuando tenía 27 años, como parecido a Robert Redford, ha evolucionado hasta convertirse en un candidato presidencial todavía en forma, menos hirsuto y de 69 años con una tercera esposa modelo, fama a escala nacional y don teatral; mira el anuncio de su candidatura en el que baja por una escalera eléctrica, el cual sacudió al mundo.

En ese momento, unos cuantos expertos vieron su potencial, pero ninguno de ellos, ni siquiera el mismo Trump, vio venir todo esto. La mayoría de las personas pensaba que su campaña era una broma, pero durante los últimos dos meses, algunas de esas risas se han convertido en temor. El candidato republicano John Kasich dijo recientemente que Trump crea una “atmósfera tóxica”, y Bernie Sanders, candidato demócrata cuyos partidarios constituyen la mayoría de los manifestantes antiTrump, dijo que el multimillonario ha “promovido el odio y la división”. Ambos tienen algo de razón. En marzo, después de semanas de incitar a sus partidarios para emprender acciones físicas y expulsar a los opositores, los mitines de Trump se volvieron violentos. Un partidario en Carolina del Norte fue arrestado por dar un puñetazo a un manifestante afroamericano que era conducido fuera de un evento por elementos de seguridad. “La próxima vez que lo veamos, quizás tengamos que matarlo”, dijo el desafiante hombre. Unos días después, Trump tuvo que cancelar un mitin en Chicago cuando cientos de vociferantes manifestantes convergieron en el lugar y chocaron contra sus partidarios en una escena caótica que recordó muchas de las protestas que convirtieron a la Convención Nacional Demócrata de 1968, realizada en esa ciudad, en una conflagración histórica.

Mientras Trump critica a los “sabelotodo” y a los “chicos malos” enviados para reventar sus eventos y “llevarse nuestros derechos de la Primera Enmienda”, los demócratas y los republicanos que especulan sobre cómo sería Trump como presidente están cada vez más aterrorizados. Los supervivientes del Holocausto han dicho que Trump les recuerda a Adolf Hitler. (Por si sirve de algo, Ivanka, la hija de Trump, se convirtió al judaísmo cuando se casó.) El presidente de México lo ha comparado con Hitler y Benito Mussolini, mientras que el vicecanciller de Alemania ve paralelos entre la cruzada de Trump y los partidos xenófobos de extrema derecha de Europa, como el Frente Nacional de Francia. El comediante Louis C.K. escribió a sus admiradores que “Trump es Hitler”, otro “tipo gracioso y refrescante con un peinado extraño”. En el ala izquierda, columnistas del Washington Post y Slate han dicho que Trump es un fascista. En un raro caso de acuerdo entre líneas partidistas, los conservadores han usado una descripción similar. El autor conservador Matt Lewis ha calificado a Trump como un avatar de la política de la identidad de raza blanca. Y sus aborrecedores tienen mucha tela de donde cortar. El magnate empezó su campaña diciendo que México enviaba a “violadores” a Estados Unidos, y luego propuso una descabellada e intolerante prohibición de la inmigración musulmana “hasta que averigüemos qué diablos está pasando” (cualquier cosa que esto signifique). Trump continúa fustigando a los medios de comunicación en sus mitines, refiriéndose a ellos como “lo peor”. Al menos dos periodistas dicen que han recibido una paliza en los eventos de Trump sin que medie ninguna provocación; uno de ellos es una mujer que escribe para una publicación conservadora y afirma que fue el director de campaña de Trump quien la golpeó, un cargo que la gente de Trump niega enérgicamente. No es el Beer Hall Putsch, donde se fraguó un fallido golpe de Estado liderado por Hitler, pero es feo.

Mientras tanto, hay millones de votantes de Trump que creen que de verdad puede “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”. Su riqueza que lo hace aparentemente incorruptible, sus duros aranceles comerciales, su muralla para mantener a los mexicanos fuera de Estados Unidos (¡Gracias, México!) y sus refinadas habilidades como negociador los han convencido de que es el hombre correcto para estos tiempos tan problemáticos.

Todo lo cual es una locura. Trump no es Hitler. Tampoco es un fascista, aunque tiene, a pesar de toda una carrera de crear acuerdos, las proclividades autoritarias de un dictador latinoamericano, lo cual sería preocupante si Estados Unidos fuera Bolivia y no una democracia perdurable. (Por cierto, Trump fue la inspiración de Biff Tannen, el bravucón de Volver al futuro.) Tampoco es un salvador. Debido a su personalidad solipsista y sus políticas vagas e inviables, nunca podrá ser lo que promete si es elegido. Pero eso no lo convierte en la suma de todos los miedos.

La poco espectacular verdad es que una presidencia de Trump se caracterizaría probablemente por el trabajo cotidiano de muchos otros presidentes, tratando de convencer al Congreso y al público sobre sus propuestas mientras lucha no sólo contra una cultura de protestas, sino también contra el enjambre usual de cabilderos que liquidan cualquier idea interesante a golpe de anuncios y donaciones. Trump tiene una enrarecida confianza en sus habilidades y, como lo supimos recientemente, también en su hombría. Pero lo que no tiene es una varita mágica (inserta aquí el chiste del pene como varita). ¿Recuerdas la serie animada Schoolhouse Rock? Trump no es ningún rival para el sistema político estadounidense, con sus tres ramas de gobierno. El presidente, como dijo una vez el famoso especialista en ciencias políticas Richard Neustadt, debe asumir una postura intrínsecamente débil y usar los poderes de la persuasión para lograr que otros hagan lo que quiere.

¿Acaso Trump podría derribar todas esas legendarias verificaciones y equilibrios para convertir a Estados Unidos en un estado fascista? Por favor. El miedo al fascismo en Estados Unidos se remonta a la década de 1930 y hace eco de los debates que han sucedido desde que Thomas Jefferson acusó a Alexander Hamilton de ser monárquico. It Can’t Happen Here (No puede ocurrir aquí), la novela que Sinclair Lewis publicó en 1935, es una dura advertencia sobre un fascista informal que logra llegar a la presidencia. En The Plot Against America (El complot contra Estados Unidos), la mucho mejor obra de Philip Roth publicada en 2004, un Charles Lindbergh que no desea enfadar a los nazis, trata de arrebatarle la presidencia a Franklin Roosevelt en 1940 y evita que Estados Unidos ayude a Gran Bretaña, lo cual favorece una victoria nazi en Europa y una época muy poco agradable para los judíos estadounidenses. Pero todo esto es ficción. Trump tiene muchas más probabilidades de terminar como Jimmy Carter, siendo un pésimo diseñador de leyes y convirtiéndose en una aplastante desilusión para sus partidarios. Desde la Segunda Guerra Mundial, sólo Dwight Eisenhower, Ronald Reagan, George H.W. Bush y Bill Clinton han dejado el cargo con altas cifras de producción. Generalmente, los presidentes no terminan su período de posesión con una bala en un búnker sino con un gemido.

 

¿WEIMAR-A-LAGO?

El estilo es algo que un presidente puede aportar al cargo, y el de Trump tendría mucho brillo para hacer juego con sus jactanciosas conferencias de prensa y sus interminables tuits. ¿Podría pintar de dorado la Casa Blanca? Tendría que pagarlo de su bolsillo, pero parece posible. Diablos, si quisiera vivir en su hotel de la Antigua Oficina Postal, nada podría impedírselo. Trump incluso podría hacer que se pintara de nuevo el avión presidencial. Jackie Kennedy lo hizo, usando un tono azul claro que evocaba el cielo, e incluso el tono del huevo de petirrojo de las cajas de Tiffany & Co. Nancy Reagan compró costosos objetos de porcelana mientras se embarcaba en la cruzada antidrogas. Aún no sabemos cuál será la causa que defenderá Melania Trump.

Pero alcanzar incluso los objetivos legislativos más moderados, sin hablar de convertirse en un führer del siglo XXI, está más allá del magnate. El filósofo Leo Strauss acuñó el término reductio ad Hitlerum, la tendencia a reducir todas las discusiones a Hitler, o considerar siempre que una acción conduce al nazismo. En sus formas más extremistas, escuchamos declaraciones como “ya-sabes-quien también era vegetariano”. Las muestras de intolerancia por parte de Trump durante las elecciones primarias, más notablemente su llamado para un “cierre total y completo” de la entrada de musulmanes a Estados Unidos son detestables, pero no ponen a Estados Unidos en una vía rápida hacia el Tercer Reich, a menos que creas que el Congreso, las empresas, las Fuerzas Armadas, el sistema judicial y demás, estén dispuestos a construir campos de concentración. Estados Unidos, con su índice de desempleo de menos de 5 por ciento y su minúscula inflación, es un país donde los jubilados tratan de obtener un mejor rendimiento, y no la Républica de Weimar con su hiperinflación que hizo surgir a Hitler. El fascismo, con su control totalitario de la sociedad y de la economía (“nazi” era la abreviatura de Nacionalsocialismo) no describe los puntos de vista de Trump, ni siquiera si el exgobernador de Maryland Martin O’Malley y Michael Gerson, un antiguo redactor de discursos de George W. Bush, mencionan el término “fascista” cuando hablan pestes del multimillonario.

 

¡VA A SER ENORME!

Entonces, si no será un Hitler, ¿cómo sería una presidencia de Trump? Júzgalo por sus propias palabras.

“Construiré un enorme, enorme muro. Y haré que México pague por ese muro”.

Dejemos de lado la pregunta de si alguien podría construir un muro de esa magnitud, lo cual es poco probable. (Trump dice que las barreras naturales entre Estados Unidos y México significan que estamos hablando solamente de mil 600 kilometros de muro.) Dejemos de lado también que, por el momento, no hay una inmigración neta desde México. Aun así, quedan innumerables preguntas: ¿el muro funcionará como está planeado? ¿Y Trump realmente podrá conseguir el dinero para pagarlo? La respuesta para ambas preguntas es probablemente no.

¿Y si México paga la factura? Hasta ahora, ese país se ha mostrado un poquito renuente. “No voy a pagar ese muro de mierda”, declaró el ex presidente mexicano Vicente Fox. Trump argumenta que México, amenazado por los aranceles, aportaría gustosamente el dinero o, de otra forma, su lucrativo acceso a los mercados estadounidenses se vendría abajo. Pero se trata de una fantasía. Ningún líder mexicano podría sobrevivir mostrándose tan suplicante ante Estados Unidos, incluso si estuviera dispuesto a hacerlo.

¿Entonces el congreso pagaría por el muro? No, y este es el meollo del problema de Trump, no sólo con los muros sino con el gobierno: él enuncia las soluciones con un “yo”, pero este es un país de “nosotros”. Es difícil que el Congreso sea persuadido de financiar esa costosa barricada, específicamente cuando los demócratas probablemente sean capaces de obstaculizar cualquier medida de financiación con alguna maniobra dilatoria en el Senado. Trump podría tratar de impulsar la opinión pública, pero deberá tener mucha suerte. Si tan sólo termina con más drones y más Agentes de la Patrulla Fronteriza, habrá logrado tanto en ese frente como George W. Bush o Barack Obama, y dejará a sus partidarios desilusionados.

“Si construyes esa planta en México, te cobraré 35 por ciento sobre cada parte de automóvil o camión que envíes a nuestro país. Sobre cada una”.

He aquí otro problema de “yo”. A Trump le encanta lanzar hipótesis sobre cómo hará que Ford Motor Co. deje de construir una planta en México. En su narración, llama al director de Ford, amenaza con un arancel y después de un día o así, el director ejecutivo se ablanda y abre una fábrica en Estados Unidos. Trump ha estado contando este cuento de hadas durante casi un año, y aún así, Ford ha proseguido con su expansión en México. ¿Sería diferente si Trump resulta electo?

Es muy dudoso. Imponer aranceles es difícil. Es necesario lanzar el reto a los cabilderos y atravesar el célebremente difícil Comité de Finanzas del Senado, donde los presidentes del pasado y del presente han ejercido el poder para atar para siempre los aranceles. Y dado que un arancel no es más que un impuesto con otro nombre, no existe ni la menor posibilidad de lograr que algo así logre ser aprobado por un Congreso republicano con una marcada aversión a los impuestos, incluso si Trump es un presidente republicano. E incluso si pudiera, un arancel unilateral entraría en conflicto con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. México podría pedir la reparación del daño bajo ese acuerdo. Para entonces, los Ford Mustangs y los Fiestas ya estarían saliendo de la línea de ensamble en México.

“Vamos a reemplazar a Obamacare con algo mucho mejor”.

Trump ha recitado las denuncias estándar de la Ley de Atención Accesible que todos los republicanos parecen haber laminado en una tarjeta, pero más allá de decir que relajará las reglas sobre la venta de seguros por encima de las fronteras interestatales, algo que, según él, generaría una mayor competencia y costos más bajos, se ha mostrado muy vago sobre cómo va a mejorar las cosas. Además, ha dicho que desea mantener algunos elementos del plan de cobertura de salud, incluyendo su prohibición en contra de negar la cobertura para enfermedades preexistentes. Las compañías de seguros se opondrán a eso. Acordaron cubrir las enfermedades preexistentes sólo gracias a una gran oferta de la Casa Blanca que les prometió que verían una marejada de nuevos clientes sanos bajo el mandato de que todos deben comprar un seguro. En febrero, Trump aparentemente revirtió su postura sobre el mandato individual (una de las partes más odiadas del plan) y se declaró a favor de él, pero entonces, cambió de opinión otra vez, diciendo que se oponía a él. Así que lo que realmente quiere hacer (así como qué parte de eso sería la mejor) sigue siendo un misterio.

“Los golpearía tan duro que su cabeza daría vueltas”.

En lo relacionado con los poderes de un presidente como comandante en jefe, Trump tendría mucha discreción. Aunque solamente el Congreso puede declarar la guerra, los presidentes han entrado por su cuenta en conflictos en el extranjero durante siglos. Si Trump quiere aumentar los bombardeos contra el grupo militante del Estado Islámico (EI), como ha prometido, es poco probable que el Congreso pueda detenerlo. Ha hablado duramente contra el terrorismo, jurando repetidamente volver a instaurar la tortura mediante ahogamientos simulados y demás, pero recientemente dio marcha atrás, diciendo que no violaría la ley sobre la tortura aunque trataría de cambiarla. Esto es algo que tendría que ser aprobado por el senador John McCain, presidente del Comité de Servicios Armados, que tiene algunas ideas sobre el tema, tras haber sido golpeado y encerrado en una prisión de Vietnam del Norte. (Trump se burló de McCain llamándolo “perdedor” por haber sido tomado prisionero hace tanto tiempo.)

“Saben, lo bueno de los decretos del ejecutivo es que no tengo que volver al Congreso”.

 

Irónicamente, si Trump ejerce su autoridad en una forma que los liberales encuentran repugnante, éstos podrían culpar a Obama. Incluso desde que los demócratas perdieron la Cámara en 2010, el presidente ha puesto a prueba los límites sobre los decretos del ejecutivo. La Suprema Corte está considerando el decreto de Obama que podría permitir que millones de estadounidenses aspirantes permanezcan en ese país. En áreas como la inmigración, el cambio climático, los nombramientos presidenciales, etcétera, Obama ha sido muy agresivo, argumentando a favor de los poderes de un presidente de la nación vigoroso. Trump ha dicho que usaría los poderes ejecutivos con moderación, prefiriendo trabajar con el Congreso. Pero si la tentación de usar decretos del ejecutivo resulta irresistible para un político de esperanza y cambio como Obama, podemos apostar que Trump dirigirá al Departamento de Justicia de Christie (asimilemos bien estas palabras) haciendo eco de los argumentos al estilo de Obama en una lucha a favor de una visión conservadora acerca de las leyes ambientales o de inmigración.

 

OUIJA ABURRIDA

La historia de los pronósticos de cómo se desarrollarán las presidencias no es agradable. A muchas personas les preocupaba que Ronald Reagan fuera un belicista. En lugar de ello, firmó los mayores acuerdos de reducción de armamento con los soviéticos y respondió a la masacre de infantes de marina de Estados Unidos en Beirut en 1983 retirándose en lugar de atacar. En Texas, George W. Bush fue un gobernador popular conocido por su bipartidarismo. En Washington, lo fue mucho menos. Pronosticar los años de Trump parece igualmente arriesgado. Podría ser como el gobernador Arnold Schwarzenegger, un principiante político y un republicano ideológicamente flexible al que temían algunos votantes de California, pero que resultó más tibio que Terminator. Pero algo que sí sabemos es que Trump está acostumbrado a salirse con la suya. Eisenhower, el último presidente que nunca tuvo un cargo de elección antes de entrar en la Casa Blanca, podría ser lo más cercano que tenemos para realizar una comparación útil. A muchas personas les preocupaba que el comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa se tambaleara en un sistema donde sus órdenes no fueran recibidas de inmediato con un saludo. “Se sentaba todo el día diciendo, ‘haga esto, haga aquello’, y nada ocurría”, se lamentaba Harry Truman mientras se preparaba para traspasar la presidencia al general de cinco estrellas. “Pobre Ike, esto no se parecerá en nada al ejército. Le parecerá algo muy frustrante”.

Es sumamente improbable que alguien diga alguna vez “pobre Donald”. Y debemos tener en cuenta la posibilidad de que, al igual que Eisenhower, sea un presidente exitoso. Sus negocios tienen sus cualidades decepcionantes (mmm, filetes Trump), pero él logra llegar a acuerdos y tiene otras cualidades positivas que sus detractores deben reconocer: flexibilidad ideológica, capacidad de negociación, grandes habilidades de comunicación. Sin embargo, parecen abrumarse fácilmente por sus defectos más evidentes: políticas intolerantes que se centran en religiones y palabras que difaman a los mexicanos, un estilo temerario y arrogante, una tendencia a mantener rencores mucho más allá de su fecha de caducidad. En última instancia, el débil control de Eisenhower sobre Washington fue un factor que contribuyó al crecimiento del Senador Joseph McCarthy, un cruzado anticomunista. (Para sus críticos más acérrimos, las propias palabras de Trump tienen una resonancia McCarthyana. Llama con regocijo “comunista” a Sanders).

Eso no le quita ningún mérito a Ike. Para su eterna gloria, envió tropas federales a Little Rock, Arkansas, en 1957, para hacer cumplir una orden de integración escolar después de que el gobernador segregacionista del estado se negó a hacerlo. ¿Mostraría Trump un valor semejante? Los infortunios crónicos de la vida estadounidense (un sistema de enseñanza pública que falla a menudo, una infraestructura que en todo momento se está “desintegrando”, gastos de atención sanitaria exorbitantes) son problemas que no tienen mayores probabilidades de resolverse ni por las frases hechas de Trump ni por los improperios de Sanders, que son igualmente irreales y económicamente dudosos.

Es más que probable que Trump termine siendo otro presidente en la lista alfabética, acomodado entre el memorable Truman y el completamente olvidable John Tyler, más conocido por su extravagancia, su intimidación y su estímulo hacia otros bravucones que por cualquier daño duradero causado a una república que ha soportado cosas mucho peores.

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