Celedonio, taxista
 
Hace (70) meses
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“El hombre bueno es el héroe de los hechos cotidianos.”
José Narosky

Después de un tiempo que parecía interminable esperando el Metrobús el domingo por la tarde sobre el Paseo de la Reforma, me desesperé, crucé a la lateral y busqué un taxi. Era un traslado corto, de la glorieta de la Palma a la Diana, pero iba ya tarde a una comida.
Se detuvo un taxi destartalado y salté al interior. Olía a gasolina y a gases. El conductor, de apariencia humilde, portaba un tapabocas. Vi la calcomanía de identificación en la ventanilla y retuve solamente el nombre de pila del conductor. Mientras escribo estas líneas, trato sin éxito de recordar su apellido.
Celedonio era uno de esos taxistas conversadores. Empezó a hablar tan pronto estuve a bordo. Después de ver a un ciclista que por poco atropella a un trabajador de limpia en la ciclopista, comentó que era lamentable que circulara tan rápido y sin precaución.
No era joven, como tantos conductores de Uber. Debe haber tenido cerca de 80 años. No llevaba celular con Google Maps o Waze, tampoco era muy orientado. Sus manos estaban deformadas por artritis. El tapabocas me impedía verle el rostro y le pregunté: “Le dio una gripe fuerte, ¿verdad?” Él volvió el rostro y respondió: “No, es cáncer.”
Guardé silencio, pero Celedonio retomó la conversación. “Esos ciclistas no entienden que lo hermoso de la bici es disfrutarla. No tiene sentido ir a mil por hora. Recuerdo cuando era chamaco. Había unos niños con su papá ahí por donde yo vivía. Les habían comprado unas bicis nuevas y yo los veía andar y divertirse en un cerro. De repente, el papá, que se veía bien vestido, distinguido, le dijo a uno de sus hijos que se bajara de la bici y que me la prestara. Yo no lo podía creer. Todavía me acuerdo de lo bonito que fue para mí andar en bicicleta. Y eso que fue hace muchos años. Yo ya no estoy joven. No entiendo por qué estos chavos quieren ir tan rápido.”
Don Celedonio habló sobre su enfermedad y el tratamiento. Me dijo que era difícil trabajar en esas condiciones, pero que le gustaba hacerlo. Además, no podía parar. Si no, ¿de qué iba a vivir? No hay jubilación para la gente pobre, para la gente realmente trabajadora.
El trayecto, corto de por sí, se fue en un santiamén. Al llegar a mi destino, el taxímetro marcaba 18 pesos. Le di un billete de 50 y él empezó a buscar cambio. Le dije que no se molestara. Él se persignó con el billete y me dijo: “Dios se lo va a multiplicar.” Le agradecí y él respondió: “Dios lo bendiga. Él va a ser muy generoso con usted. Yo lo sé. Tengo muy buena relación con Dios. Él siempre ha sido bueno conmigo.”
Yo no soy religioso, pero cuando bajé del taxi me sentí protegido. Llevaba las bendiciones de Celedonio, un hombre que a los 80 años trabaja por necesidad, pero también por gusto; que debe cubrirse el rostro para ocultar una herida de cáncer; que aprovecha su cercanía con Dios para pedir no para él sino para un pasajero a quien acaba de conocer; que recuerda aquella vez de niño cuando le prestaron una bicicleta.
Celedonio ratificó mi fe en la bondad del mexicano. Me siento afortunado de sus bendiciones y me gustaría mandarle las mías dondequiera que esté. Lamento no haber tomado sus datos para acompañarlo y apoyarlo en esa batalla que está librando contra el cáncer. Lo admiro por su entereza, por no dejar de trabajar en ese taxi destartalado en el que me recogió el domingo en el Paseo de la Reforma.

Secuestrado
Un síndico de El Bosque, Chiapas, Ramiro Gómez Patishtan, ha estado secuestrado 15 días por tzotziles de Los Plátanos. Un video lo muestra colgado de los brazos y torturado. Los pobladores piden 18 millones de pesos al gobierno estatal por liberarlo y amenazan con quemarlo. Pero cuidado, no difamemos. No son secuestradores, sino activistas sociales que actúan por usos y costumbres.

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