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Hace (72) meses
El segundo nombre
Juan Villoro
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Pertenezco a una generación -acaso la última- bautizada con un nombre verdadero y uno o varios nombres postizos para quedar bien con algún pariente o algún santo. Ese afán conciliatorio hacía que un bebé se llamara José (todos querían decirle Pepe), Pantaleón (como el impositivo abuelo) e Isidro (por si se dedicaba a la agricultura y necesitaba ayuda del patrono de las cosechas). Pero estos complicados cálculos eran superados por la pasión nacional por los apodos: a José Pantaleón Isidro no le decían Pepe, sino El Papayo porque su familia comerciaba con esa fruta. Mi padre se llamaba Luis Anselmo Antonio por razones que se esmeró en olvidar y su hermano Miguel tenía otra retahíla de nombres que mantenía en secreto. Cuando mi tío murió en la casa que compartía con sus compañeros de la Compañía de Jesús, fui el encargado de tramitar el acta de defunción. El documento resultó inservible porque omití los nombres que nadie le conocía y que he vuelto a olvidar. Fue necesaria un acta adicional para que falleciera ofi cialmente con su nombre completo. Los nombres ocultos te congracian con la familia y el santoral pero te meten en problemas con la burocracia. En un país donde la mayor muestra de rigor es la desconfi anza, el ser social no se defi ne por su conducta sino por sus documentos. Si López Velarde cobrara regalías por sus libros, el cheque tendría que salir a nombre de José Ramón Modesto López Velarde Berumen. Hace medio siglo, las mujeres solían llevar el nombre complementario de María. Y si no lo llevaban, la gente lo suponía. En muchos sitios, mi hermana Carmen era conocida como Maricarmen. Entre los milagros de la Virgen se contaba el de aparecer, sin Ministerio Público de por medio, entre el nombre de pila y el apellido de las mujeres. Mi segundo nombre es Antonio. Mi madre lo eligió por la devoción que profesaba a san Antonio de Padua, el Doctor Evangélico que curó a múltiples personas pero pasó a la leyenda como un especialista en encontrar el amor y las cosas perdidas. ¿Qué signifi ca ser tocayo de ese eterno buscador? ¿Mi madre quería hallar algo a través de mí o quería que yo me pasara la vida buscándolo?
En México, donde las sospechas superan a las razones, el desconocido segundo nombre de una persona puede ser más importante que el nombre manifi esto. Incluso en situaciones prosaicas podemos ser esotéricos: la ofi cina de Objetos Perdidos donde recuperé el Gameboy de mi hija me emocionó como si hubiera entrado a una capilla. ¿Hubiera sentido lo mismo de no tener vínculo con el patrono de las pesquisas? Me arriesgo a proponer una distinción entre ofi cinas católicas y protestantes. En México, donde la solución de los misterios depende de la fe, visitamos un depósito de la incertidumbre: Objetos Perdidos. En Estados Unidos, donde el protestantismo procuró hacer menos enigmáticas las creencias, ese espacio se llama Lost & Found. Es más lógico ir a un lugar donde las cosas ya han sido encontradas, pero es más sugerente ir a uno donde siguen perdidas. Llamarse Antonio y ser católico no garantiza una vida recta (ahí está Tony Soprano) pero compromete un poco, sobre todo si se trata de tu nombre clandestino. En una ocasión, los cuatro miembros de un grupo de rock descubrimos que nos llamábamos Antonio en secreto. Nos pareció que el cosmos, es decir, las voluntades combinadas de nuestros padres, habían previsto esa reunión. Pero no supimos entender el mensaje trascendental. También descubrimos que los cuatro teníamos un Renault y fracasamos con el pedestre nombre de Los Renol. Durante décadas me molestó tener nombre completo, pero el invasivo mundo de la mercadotecnia ha hecho que ciertos datos personales se conviertan en una opción de resistencia. Los bancos, Facebook y otras corporaciones intercambian información para convertir a las personas en clientes. Quienes nacimos para buscar el amor y otras cosas perdidas, somos acosados por llamadas que nos ofrecen sorteos para ir al Mundial, el “benefi cio” de pagar la tarjeta a plazos con notables intereses o un plan funerario anticipado. Entonces, el nombre oculto con el que fuimos bautizados adquiere valor civil: si alguien pregunta por Juan Antonio, cuelgo el teléfono. Es el mayor remedio que me ha procurado el Doctor Evangélico.

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