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Hace (56) meses
La banalidad del ‘mall’
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Ciudad Satélite surgió como un fraccionamiento del futuro que era promovido en televisión por unos simpáticos marcianos. Siempre me he preguntado lo que esos extraterrestres pensarían de la avasallante metrópoli que creció hasta absorber a su periferia.

Si hoy nos visitaran, contemplarían la ruina del barrio que alguna vez publicitaron. Las Torres de Satélite, que eran percibidas desde lejos como un insólito espejismo y parecían tener la ligereza del papel, han sido asfixiadas por pasos a desnivel, anuncios espectaculares y fantasías comerciales de plástico y neón.

Los marcianos que se asumieron como los primeros “satelucos” encontrarían una urbe que no está pensada para los ciudadanos sino para los consumidores. Hemos roto el récord planetario de edificación de centros comerciales. Según información de Rafael Cabrera, de Aristegui Noticias, en los últimos doce años aquí han brotado 108 malls. El Parque Delta, sede de las hazañas del beisbol que establecía un insólito contacto con la ciudad cada vez que un home run iba a dar al Viaducto, se ha transformado en una catedral del consumo. El tramo que va de Avenida Universidad y División del Norte al cruce con Miguel Ángel de Quevedo se extiende como una sucesión de plazas comerciales. Se diría que los chilangos no tenemos otro objetivo que buscar ofertas.

La realidad es aún más triste. La mayoría de la gente no va ahí a comprar, sino a “estar ahí”. Afuera de las tiendas, guardaespaldas de traje negro y micrófono al oído contemplan a los paseantes. Su presencia sugiere que se trata de un entorno vigilado, aunque su verdadera función consiste en proteger a las mercancías de la gente. La inseguridad es tan grave en otras partes que los centros comerciales son seguros por comparación, una zona donde se puede matar el tiempo mientras se come un helado y se contemplan productos inaccesibles. La vida en común se reduce a un deambular entre vitrinas donde los maniquíes son más prósperos que los clientes.

El paisaje urbano ha sido alterado en forma demoledora por la arquitectura de franquicia. Quien creyera que las tiendas Elektra habían alcanzado el culmen del mal gusto, aún tenía que contemplar el castillo de Juguetibici, alucinación feudal que parece provocada por un mal viaje de ácido.

Las misceláneas y los comercios de barrio han sido sustituidos por “tiendas de conveniencia”, anglicismo con que se describe a las metástasis mercantiles que eliminan a los pequeños competidores. Los itinerarios cotidianos se definen por la cantidad de Oxxos que hay de tu casa al trabajo. Quizá dentro de poco asumiremos un nuevo sistema de medida y diremos: “Eso está a quince Oxxos”.

La mercantilización destruye la unidad del trazo urbano, propaga la fealdad y atenta contra la memoria, rompiendo el discurso histórico de la ciudad.

La arquitectura de franquicia sigue la lógica arbitraria del parque temático; es un sucedáneo, un simulacro de lo real. De pronto, un sitio cargado de tradición es reemplazado por una cabaña de plástico que ofrece pollo frito. La urbanista inglesa Louise Wyman ha hablado de replascape para referirse a esta abusiva sustitución del paisaje. Por su parte, Peter Krieger se refiere en su libro Epidemias visuales a la forma en que la Ciudad de México se entrega a una dinámica de construcción que no responde a las necesidades ciudadanas, sino a los artificios consumistas de Disneylandia y Las Vegas donde las “atracciones” son suplantaciones de lo real: “Su formulación neobarroca expresa a un máximo grado los valores de la democracia de idiotas consumistas”. Para la mayoría de los habitantes de la capital, los malls no generan una sensación de pertenencia; son museos del lujo que se recorren con la extrañeza con que en Epcot Center se contemplan pagodas prefabricadas. Lo ajeno (la posibilidad de comprar) se convierte en aspiración. Alienado, el visitante disfruta de una ilusión similar a la del turista que, por un momento, se cree chino en Epcot.

La ciudad que antes se narraba a sí misma en episodios que aludían al “niño perdido”, la “barranca del muerto” o el “salto de Alvarado” es hoy el paraje anodino donde se encienden logos multinacionales.

Ejercer la memoria en este sitio, contar su historia, es un acto de resistencia cultural y política.

Quien paga, consume; quien recuerda, habita.

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