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Hace (54) meses
La peña de los compadres
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El 29 de abril de 1988, el periodista Anselmo Estrada Alburquerque reportó que un grupo de trabajadores de la Secretaría de Recursos Hidráulicos construía una presa rompepicos al norte de la ciudad de Pachuca y dinamitó una formación rocosa conocida como La peña de los compadres, sobre la que existía una antigua y curiosa leyenda que, en su momento, dio a conocer el escritor pachuqueño Miguel A. Hidalgo en su libro Pachuca sus historias y sus leyendas, la que sirve de marco a la narración que a continuación consignamos.

Al noreste de la ciudad, por el viejo camino a la mina El Bordo, que también lo fue a San Miguel Cerezo, en la llamada cañada del Tulipán, que otros llaman de San Buenaventura, los caminantes podían admirar en las faldas del cerro de San Cristóbal un enorme monolito de extraña configuración, que a los ojos de la fantasía aparentaba ser el abrazo petrificado de dos gigantes, sobre el cual los viejos lugareños tejieron una fabulosa leyenda.

Cuéntese que allá durante los últimos años del Virreinato, cuando la fama de las minas de Pachuca era grande y llegaban acá cientos de gambusinos ávidos de encontrar minas de plata y oro, hizo su arribo un viejo y adinerado minero español casado con una joven y hermosa mujer.

De aquel heterogéneo y contrastante matrimonio nació, al poco tiempo de su llegada, un vástago que de inmediato, y de acuerdo con las costumbres de la época, fue bautizado cristianamente en la parroquia de este Real, dedicada a la Asunción de María, a los cielos. Como padrino de aquella criatura fue elegido un religioso agustino radicado en el bello claustro de Epazoyucan, población cercana a Pachuca.

El fraile, a decir de Don Miguel A. Hidalgo, era joven y de buen ver, pues escondía detrás del hábito un esbelto y atlético cuerpo, tal vez debido a ello y a muchas de sus ocultas correrías amorosas tenía bien ganada fama como galanteador y calavera; sin embargo, el viejo minero español parecía ignorar estos rumores y tributaba al monje una franca y sincera amistad, abriéndole de par en par las puertas de su casa.

Confiado en la fidelidad de su bella consorte, el marido marchaba por largas temporadas a explorar tierras lejanas en busca de yacimientos de plata y, durante estas prolongadas ausencias, la joven mujer mantenía tórridos romances con el religioso, los que fueron primeramente discretos y más tarde públicamente escandalosos, generando con ello verdadera indignación entre el vecindario del barrio de la Motolinia (hoy Españita), ubicado al norte de la ciudad, frente a la Hacienda de Purísima.

Puntual, al caer de la noche, el fraile llegaba hasta el portón de la casa que, segundos después se abría sigilosamente para dejar salir a la adúltera mujer, amparados por las sombras, recorrían presurosos los callejones en dirección a la cercana cañada y pronto se perdían en la densa oscuridad, como devorados por las sombras de la noche oscura, sin que nadie supiera a dónde se dirigían ni cuánto duraban aquellas entrevistas, aunque bien se presumía, se prolongaban hasta la madrugada.

Un amigo del matrimonio, enterado de las adúlteras visitas del fraile a la joven consorte, decidió contar lo sucedido al marido de esta, quien reaccionó colérico, negándose a creer lo que llamó chismes y patrañas de la barriada, pues no concebía que su amigo —el fraile agustino—, cobijado por los hábitos, traicionara la regla del celibato, pero más aún, la traición a la amistad.

La curiosidad de los vecinos fue en aumento y llegó a tal grado que muchos se aventuraron a seguirlos, aunque con poco éxito. Pero una noche, dice don Miguel A. Hidalgo, una viejilla, vecina del matrimonio, los siguió y pudo darse cuenta cómo los amantes, llegados a un punto de la cañada, cerca de una pequeña cueva, se entrelazaban en un profundo abrazo, cayendo poco a poco sus ropas al suelo.

En ese momento —dijo aquella mujer—, al darse cuenta de que habían sido sorprendidos, se escuchó un grito ensordecedor que resonó por toda la cañada y un relámpago rasgó el cielo.  El fuerte estampido del trueno dejó estupefacta a la vieja curiosa, que corrió a su hogar despavorida.

Al día siguiente, el monje había desaparecido junto con la hermosa adúltera. Jamás se volvió saber a nada de ellos. Pero en las faldas del barranco aparecieron dos moles de piedra unidas en estrecho abrazo.

Dios quiso, decían los lugareños, que todo caminante que atravesara por la cañada fuese testigo de aquella infamia pecaminosa, cometida por quien había entregado su vida al servicio de la causa divina y por una mujer que traicionó el amor de su marido.

Por ello el altísimo petrificó los cuerpos de aquellos licenciosos amantes, a fin de que no se repitieran acciones como esa en esta comarca y por ello hombres y mujeres, viejos y niños se santiguaban siempre al pasar por la que el vulgo conoció como La peña de los compadres, leyenda que se conoció pronto por todos los moradores de este Real de Minas y dicen los que la oyeron de sus mayores, que en el rostro de quienes la contaban se dibujaba aún el temor.

La gráfica que ilustra este artículo es una toma de la cañada del Tulipán en 1901 y pertenece al fondo Felipe Texidor.

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