Con agua bendita
 
Hace (61) meses
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No, no hay error en el título que preside estos renglones. Sé bien que la sección llamada “Plaza de almas” debe aparecer en día martes, pero sucede que mañana, si todo se cumple conforme a lo anunciado, llegará a mi ciudad, Saltillo, el Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, y a él estará dedicada mi columna. Me permití entonces cambiar un día por otro. Así cobraré de paso mínima venganza por los cambios que en mí han hecho los días. Dicho lo anterior déjenme mis cuatro lectores retroceder en el tiempo mucho tiempo. Estamos en los años cuarenta del pasado siglo. A diario se veía caminar lentamente por las calles de Matehuala, San Luis Potosí, a una ancianita a la que algún reportero con pluma de poeta aplicó el adjetivo “nívea”. Eso quiere decir que tenía la tez blanca, y blancos, muy blancos, los cabellos. Quienes la miraban en la iglesia o el mercado no podían adivinar que esa viejecita llevaba en sí una historia de amor nunca cumplido, un secreto que a nadie reveló y que sólo se supo después de su muerte. Conozcámoslo nosotros. Por azares de la vida un muchacho de vasta cultura y gran inteligencia que cursaba la carrera de abogado en la Universidad Nacional de la Ciudad de México fue a pasar unos días en Matehuala. Estamos en los principios del siglo que dije, el anterior a éste. Ahí conoció a una bella muchacha de ojos profundamente azules, e hizo amistad con ella. Una tarde le presentó a un amigo suyo, joven no mal parecido, algo moreno y con aspecto de seminarista por el traje negro que siempre vestía y por su aire reservado. “María: permítame presentarle a mi amigo, estudiante de Jurisprudencia como yo”. Al amigo le dijo: “Te presento a la bella señorita María Nevares”. Debo hacer corto el relato, no por falta de espacio sino por carencia de datos que pongan luz en una historia que muy pronto terminó. Seguramente habrá quién sepa más acerca de este amor tan breve, y con base en elementos sólidos haya escrito su completa relación. Yo lo que sé es que el joven con traza de seminarista cortejó a María y la hizo su novia. Cada noche iba a verla a su casa y conversaba con ella en la reja, según el uso de la época. No duró el noviazgo, lo dije ya, y su final fue triste para la muchacha, pues quizá esperaba que con el tiempo el estudiante la desposaría. No sucedió así. No sucedió nada. Él regresó a la capital y ella siguió viviendo en Matehuala hasta su muerte. Se cumplió, puntual, la antigua sentencia según la cual “La novia del estudiante no será nunca la esposa del profesionista”. ¡Cuántas historias de abandonos crueles, de hondas decepciones, se encierran en ese ominoso proverbio popular tantas veces dicho y tantas veces confirmado! La romántica leyenda dice que la muchacha nunca se casó, y que llevó siempre consigo el recuerdo de aquel amor no realizado. El joven con aspecto de seminarista se hizo abogado, y se hizo también poeta. Al paso de los años escribió un poema en el cual habló de aquel perdido amor. Ese poema yo lo aprendí en la preparatoria y podría recitarlo de memoria ahora mismo. Los nostálgicos versos del poeta empiezan con un par de alejandrinos que contienen un símil audaz y fulgurante: “Yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre; / ojos inusitados de sulfato de cobre”. Ahora puedo decir ya que el fugaz novio de María Nevares, la de los ojos profundamente azules, fue Ramón López Velarde. Su poema, transido de melancolía y con una vaga sombra de remordimiento, se llama “No me condenes”. Y puedo decir también el nombre del estudiante de Derecho que en Matehuala presentó a María Nevares con Ramón López Velarde. Se llamaba Manuel Gómez Morín. FIN.

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