Cura sanguinario
 
Hace (67) meses
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“La santidad de Hidalgo se consolidó para siempre, rodeada de una aureola justiciera y libertaria, pero una aureola de muerte.”
Enrique Krauze

Miguel Hidalgo comandaba un ejército irregular de unas 20 mil personas cuando llegó a Guanajuato el 28 de septiembre de 1810. El intendente Juan Antonio Riaño, gobernante ilustrado y amigo del propio Hidalgo, se negó a rendir la plaza. Unos 300 españoles y criollos se refugiaron, con la escasa guardia de la ciudad, en la alhóndiga de Granaditas, una bodega de granos. La puerta fue quemada (aunque no por El Pípila, quien probablemente no existió) y de inmediato se desató una matanza indiscriminada. Hombres y mujeres fueron degollados en un frenesí de sangre; un niño fue lanzado desde un tercer piso para estrellarse en el patio. Guanajuato sufrió pillajes y desmanes durante tres días.
La matanza y el saqueo provocaron las primeras diferencias entre Hidalgo e Ignacio Allende, quien, horrorizado, responsabilizó al cura de no haber hecho nada para detener los desmanes. Algunos han querido justificar la matanza por el calor del combate, pero semanas después en Valladolid, sin mediar hostilidades, las tropas de Hidalgo asesinaron a unos 40 miembros de familias españolas.
Hidalgo tomó también de manera pacífica Guadalajara y, sin embargo, del 12 de diciembre de 1810 al 13 de enero de 1811 cientos de civiles españoles fueron ejecutados. Se habían rendido sin luchar e Hidalgo había prometido respetarlos, pero cada noche entre 30 y 50 eran llevados a un campo cercano a Guadalajara, donde bajo el mando de Agustín Marroquín, “capitán de bandoleros, torero y amigo personal del cura”, se les mataba “como toros en corrida” (Isabel Revuelta). “Los ejecutados de Guadalajara ascenderían a 350”, declaró Hidalgo. Cuando en el juicio tras su captura se le preguntó por qué no los había procesado, respondió: “Es cierto que a ninguno de los que se mataron se les formó proceso, ni habría a sobre por qué, porque bien se conocía que estaban inocentes.”
Hidalgo tenía un gran carisma que le permitió convertir una masa desorganizada de 600 que asistieron al grito de Dolores en un ejército de casi 100 mil. Era, sin embargo, un pésimo militar. Sus pocas victorias fueron pírricas. Miles de insurgentes murieron en el asalto a la alhóndiga con 300 defensores. En la batalla del monte de las Cruces, el 30 de octubre de 1810, alrededor de 80 mil insurgentes obligaron al repliegue de un contingente realista de 5 mil, pero los rebeldes sufrieron decenas de miles de bajas entre muertos, heridos y desertores. Quizá esto decidió a Hidalgo de no seguir a México, que estaba sin protección.
Allende llamó desde entonces a Hidalgo “el cura bribón” o incluso el “cabrón del cura”. Era tanto el daño que le ocasionaba al movimiento, que consideró envenenarlo. Pero después que los rebeldes fueron derrotados el 17 de enero de 1811 en puente de Calderón por un pequeño contingente realista, los jefes insurgentes lo despojaron del mando en la hacienda de San Blas, en Pabellón, Aguascalientes. La rebelión ya estaba derrotada.
Hidalgo se dejó cegar por la soberbia y la crueldad. Si bien se le nombró generalísimo cuando se le dio el mando insurgente, él mismo se hacía llamar “su alteza serenísima”. Sus matanzas no solo fueron deplorables en lo moral, sino que despojaron al movimiento del importante respaldo de la clase criolla que simpatizaba con la independencia. A Hidalgo se le debe atribuir el fracaso inicial de la guerra de independencia, que solo se consumaría una década después con Agustín de Iturbide.

Chivo expiatorio
Dice López Obrador que Rosario Robles es un chivo expiatorio. No lo sé. Lo importante es profundizar las investigaciones y castigar a quien ordenó, solapó o se benefició de la entrega de cientos de millones de pesos a empresas fantasma.

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