El Club de la Tapa Suelta
 
Hace (71) meses
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Juan Villoro
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Es posible que la mayor contribución de la tecnología espacial a la vida cotidiana haya sido el tupperware. Los recipientes herméticos destinados a almacenar comida son el saldo de una especie que decidió almorzar en la estratósfera.

Hay distintos modos de ver el mundo y mi precipitada opinión es la siguiente: las cosas prácticas se vuelven interesantes cuando comienzan a ser simbólicas.

Analicemos el tupperware. ¿Cómo explicar que al cabo de varias décadas de convivencia tengamos más tapas que recipientes? ¿Adónde se fueron esos complementos? Se diría que por su tamaño las tapas tienen más posibilidades de escapar, pero no es así.

El suceso resulta tan inexplicable como la forma en que lo enfrentamos. En vez de deshacernos de cosas que ya no tapan nada, las guardamos en espera de que el recipiente regrese de milagro y encaje de maravilla en la cubierta que fue hecha para él.

¿Adónde van las transparentes cajas que se separan? El tema recuerda la habitual pérdida de un calcetín. Sin que haya evidencia de huecos en la lavadora o en otras partes de la casa, un calcetín desaparece. ¿Por qué sólo se va uno? ¿Estamos ante la versión textil del divorcio? También ante ese predicamento reaccionamos con esoterismo, reuniendo calcetines impares en una cesta por si los ausentes se arrepienten de su destino y regresan del universo paralelo al que se fueron.

Llegamos al meollo de este artículo: el dilema de la separación. Los divorciados lidian de manera más complicada con el tupperware. Preparas el lunch de tu hija para el viernes sabiendo que ese día irá de la escuela a casa de su madre y se llevará el termo, una bolsa ziploc con restos de una barrita de granola, la cuchara de plástico manchada de yogur y tu tupperware de plástico superfino con ribetes amarillos. Aceptas este ritual de la paternidad temiendo lo inevitable: de todo eso, a tu casa sólo regresará la tapa.

Hablé del asunto con el padre de una amiga de mi hija y comentó que los primeros lunes de cada mes se reúne con un grupo que se ha dado a sí mismo el nombre de Club de la Tapa Suelta. La mayoría de los miembros son pintores que en una época lejana empezaron a congregarse para dibujar desnudos. Esa causa remota le otorga un tono melancólico a los nuevos motivos de reunión: de la celebración del cuerpo pasaron a enfrentar los desafíos del divorcio.

Después de meses de intercambiar tips para sobrellevar de la mejor manera sus rupturas, descubrieron que un insólito talismán definía su circunstancia: la tapa del tupperware, perfecto emblema de la pérdida.

Asistí a la siguiente reunión y encontré a un grupo agradable. Uno de los pintores produce mezcal y otros demostraron que sus habilidades manuales se extienden a la cocina. Las viandas habían sido traídas en ollas de barro o de metal. Ahí el tupperware no se usaba; se sufría.

Uno de los asistentes aseguró que ya tenía doscientas tapas. La cantidad hubiera sido inverosímil de no ser porque su cara de desolación la hacía creíble. Los demás lo trataban con especial respeto. Elogiaron su más reciente mural en la colonia Santa María la Ribera y dejaron que se comiera la última gordita de papa con chorizo.

Ante ese club de sufrientes casi profesionales, me avergoncé de mis escasas pérdidas. Después de todo, mi cocina no era tan convulsa. Recordé una de las máximas de la vida mexicana: el caos no se improvisa; se trabaja.

Lo más interesante en nuestro trato con los objetos es lo que no podemos saber de ellos.

Quizá los humanos del porvenir viajen durante un siglo rumbo a un planeta distante y en el trayecto se alimenten con las papillas de la Tierra que merecía ser abandonada. ¿En esa nave futura alguien descubrirá que le sobra una tapa? ¿El recipiente habrá quedado en las manos de una niña que será una anciana o habrá muerto cuando su padre llegue a la meta?

Símbolos de una especie que requiere de inevitable complemento, los cacharros para almacenar comida son raros. Nada explica que se separen, pero se separan. Nada justifica que se vuelvan a encontrar, y vuelven.

Hablé con un amigo físico de esta pequeña magia del mundo y me escuchó con benévola desconfianza: “Tus amigos pintores son irracionales”, comentó.

Luego volvió a su casa y demostró ser un valiente defensor de la verdad: llamó para decir que le sobraba una tapa.

 

 

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