El crimen de La Pasadita
 
Hace (53) meses
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Un suceso que conmovió a la sociedad pachuqueña, allá por los años 20 del siglo pasado, fue sin duda el llamado crimen de La Pasadita, relato que se conoce a través de Rodolfo Benavides, quien lo captó extraordinariamente en su libro El doble nueve y de él tomamos el fondo medular de esta narración.

En uno de los tantos callejones del barrio Arbolito, moraba un matrimonio de ancianos que vivía modestamente y hasta con ciertas privaciones. Los viejos eran bien conocidos por los habitantes de la barriada, pues tenían un tendajón llamado La Pasadita, ubicado en un estrecho callejón de aquel barrio. Eran, aquel par de viejecitos, inmensamente ricos en razón de turbios negocios de usura, pues prestaban dinero a costa con muy altos intereses, lo que les permitió amasar una muy considerable fortuna.

Estos comentarios llegaron a oídos de dos tipos conocidos por sus andanzas criminales, quienes habían sido encarcelados varias ocasiones. Es el caso que esos delincuentes planearon robar el tendajón un domingo por la tarde, dado que el pequeño comercio cerraba más temprano.

El día fijado, cerca del anochecer, se presentaron al lugar en espera de la oportunidad, la que se dio por ahí de la seis de la tarde al quedar desierto el callejón. Su intención, declararon después, era solamente robar, pero como los ancianos no se amedrentaron ni cedieron a la petición de entregar el dinero, fueron victimados a golpes y descuartizados con un hacha, luego fueron acomodados, por partes, en el interior de un baúl, dejando en el suelo un enorme charco de sangre en el que chapoteaban los huaraches de los asesinos.

Consumado el crimen, dice Benavides, “Después de una larga y febril búsqueda, con la garganta seca y el cerebro acalenturado, encontraron una puerta disimulada en el piso, de donde sacaron una gran olla de barro llena de monedas de oro, plata y alhajas, producto del agio. Nerviosamente, llenaron sus bolsillos primero y, después, un morral; pero vieron que la olla casi no bajaba su nivel de riqueza. ¡Hubiera sido una lástima dejar todo aquello allí!

Así, pues, optaron por llevarse el tesoro con todo y recipiente. La casa tenía dos salidas: una por el pequeño comercio, que se atrancaba por dentro y, la otra, un pesado zaguán al que se llegaba por un corto pasillo, sitio por el que salieron con su carga; pero al salir a la calle, sucedió que la olla que en reposo era bastante fuerte para aguantar aquel peso, ya en movimiento no lo soportó y desfondándose como una piñata dejó caer una lluvia de monedas de todos los tamaños que rodaron por el callejón cuesta abajo.

Cuando las monedas rodaron empezaron a escucharse pasos y voces, lo que puso a los criminales muy nerviosos. El que había destrozado el cuerpo de la anciana era el más manchado de sangre, se quitó el pantalón de mezclilla y haciéndolo una bola lo aventó a una azotea quedándose solo con el calzoncillo largo atado al tobillo. Ambos cogieron lo más que pudieron y echaron a correr cuesta abajo de la calle”. Hasta aquí la narración de Benavides.

Sucedió entonces que en su frenética carrera los morrales y los bolsillos del que aún estaba vestido se descosieron y las monedas empezaron a caer por el suelo poco a poco dejando una estela de riqueza por los callejones, que pronto fue encontrada por algún transeúnte y después por otro, hasta que se formó detrás de los homicidas una verdadera muchedumbre que venía recogiendo del suelo las monedas de manera atropellada y en medio de golpes y pisotones.

Los criminales, que se creían perseguidos por su fechoría, se introdujeron súbitamente en una pulquería y llegándose al mostrador, depositaron el dinero que traían en la mano y dijeron al encargado del establecimiento, danos esto de pulque arreglado, señalando la cantidad de monedas de oro y plata depositadas en el mostrador. Sin dar crédito a lo que veía, el cantinero respondió que no le alcanzaban todos los barriles de la pulquería para serviles tanto. Los parroquianos que se encontraban en el interior de la taberna olieron “la gorra” y, pensando que habría bebida gratis, se acercaron a la barra y quedaron perplejos al ver a uno de los criminales con la camisa ensangrentada y el rostro demudado.

En ese momento entró en tropel la muchedumbre que perseguía las monedas, detrás de quienes venía también la gendarmería que, al ver a la muchedumbre recoger monedas de oro y plata del suelo, decidieron indagar lo que sucedía y al entrar en al antro, de inmediato se percataron de que el par de delincuentes llevaba ropa y zapatos llenos de sangre. El resto de la delación fue el propio rostro y actitud de los homicidas que se entregaron y confesaron de inmediato y de manera pormenorizadamente su horrible fechoría.

Tras un rápido juicio, el jurado condenó a los criminales a sufrir la pena capital, ordenándose que, como escarmiento, fueran colgados de un poste que había en la esquina del callejón donde cometieron el crimen. De este hecho dio fe la atónita mirada de los habitantes de Pachuca y un buen número de periodistas que vinieron para cubrir el suceso.

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