El culto a la muerte en México y en Hidalgo
 
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México es sin duda, como lo aseguró el etnólogo alemán Paul Westheim, el país de la muerte, pues ninguno otro encuentra en este hecho natural un tema tan cotidianamente recurrente, como se observa en sus expresiones artísticas (música, pintura, danza literatura) que definen la manera amigable en que el mexicano convive con la muerte, a la que respeta, pero con la que mantiene una cordial relación, por ello guasea con ella, le juega bromas, etc. De ahí que se diga que el mexicano no se ríe de la muerte, se ríe junto con ella. Esta particular forma de celebrar a la muerte es producto de la mezcla entre las ideas cosmogónicas de los pueblos mesoamericanos y las prácticas cristianas traídas allende los mares después de la conquista, la primera se desprende de los relatos de la creación de los hombres, según la cual Ometéotl, la deidad dual, ayudada unas veces por Quetzalcóatl –la serpiente emplumada– y otras por Tezcatlipoca –el espejo que humea– decidieron crear a la especie humana, lo que fue objeto de varios ensayos de vida y muerte hasta crear a los seres como los conocemos y a su alimento: el maíz. Cada creación fue una era o sol caracterizada por el tipo de hombres y alimentos. El primer ensayo, llamado Sol de Tierra (Nahui Océlotl) fracasó por la imperfección de sus habitantes y su alimento, todo concluyó cuando los jaguares devoraron a los hombres; un segundo intento fue el Sol de Viento (Nahui Ehécatl) en el que los hombrecillos mal creados fueron lanzados por los aires después de un vendaval; en el tercero, conocido como Sol de Fuego (Nahui Quiáhuitl), los hombres tampoco alcanzaron perfección y perecieron por una gran lluvia de fuego; en el cuarto, denominado Sol de Agua (Nahui Atl), las criaturas defectuosas se ahogaron por un gran diluvio.

Llego así el quinto sol, el Sol de Movimiento (Nahui Ollin), la era en que vivimos y en la que a los hombres creados se les entregó la planta del maíz como alimento, pero esta requirió para crecer y germinar la luz y calor del sol y de la humedad nocturna, por eso, cuando aún era de noche, cuando no había luz, se convocaron, se llamaron los dioses allá en Teotihuacan donde crearon dos luminarias, una grande y radiante que dominó en el día (Tonatiuh) y otra con su luz disminuida a la que llamaron Luna (Metztli) que gobernó en la obscuridad de la noche, pero ambos cuerpos celestes debieron moverse a fin de generar periodos de luz y sombra, día y noche y solo pudieron hacerlo cuando los dioses se autosacrificaron brindando su sangre como alimento para que el sol y la luna se movieran a fin de que el maíz germinara y permitiera el alimento y vida de los hombres, por eso los hombres tuvieron que sacrificarse para permitir la existencia del maíz y con él, la vida de los hombres, que también debieron sacrificarse y morir.

Por ello en el México prehispánico, la muerte fue un tributo a la vida, y sus códices y cantares pregonan que la verdadera vida se alcanza al morir, pues vivir no era sino una etapa de la muerte, sin promesa de cielos ni amenaza de infiernos, los que morían marchaban al Mictlan –el lugar de los muertos– donde ya no habría sufrimientos de ninguna clase o bien, a cualquiera de los cielos que estaban sobre la tierra (Tlatipac), donde transcurriría una nueva etapa de la vida; de allí, el sentido festivo con el que los pueblos mesoamericanos abordaban el tema.

Imposible fue para los misioneros erradicar por completo esta costumbre que de manera sincretista forma parte de nuestra vida cotidiana y se patentiza en la fiesta de muertos, durante la que cada hogar se convierte en templo y erige en él un altar para celebrar a sus difuntos, cual si se tratara de dioses lares (dioses familiares) a los que se agradece la cosecha anual –la fiesta de muertos se celebra a finales de octubre y principios de noviembre cuando ya se ha obtenido el producto de las cosechas en el centro de México– y esta sacralización se traduce en ofrenda de comida, bebida, oración y pleitesía.

Caso digno de mencionar por su peculiaridad es la actual fiesta de Xantolo, corrupción del vocablo latino Sanctorum, que significa Todos Santos celebrada en la Huasteca hidalguense, donde además de los usos comunes es curioso observar que la muerte de los familiares es recordada, no con tristeza, sino con singular alegría, manifestada en los multicolores altares, donde predomina el amarillo intenso de la flor de cempasúchil, el rojo de la manita de león y el blanco de la flor de nube, y ver cómo los panteones se transforman de lúgubres y sombríos paisajes, en espacios de gran colorido; ello, mientras alegres danzas bailadas por jóvenes vestidos con atuendos femeninos que buscan esconderse de la muerte, representada por otro danzante vestido de diablo, quien lucha de manera chusca por salir o entrar al círculo que forman los bailarines, realizando piruetas y saltos, mientras el grupo todo espera ser convidado en las casas del barrio con aguardiente y comida realizada ex profeso para las fiestas. Destaca el zacahuil, enorme tamal de masa aderezada con una exquisita salsa y relleno de grandes trozos de carne de puerco o pollo, envuelto con hojas de plátano y, una vez horneado, suele acompañarse con traguitos de aguardiente de caña.

Por todo lo anterior, se considera que México es el país de la muerte, rasgo cultural manifestado en un gran número de usos y costumbres que hoy llenan de asombro a propios y extraños, pero que siempre serán la singularidad del país en el mundo.

Juan Manuel Menes Llaguno

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