El futuro en llamas
 
Hace (55) meses
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Juan Villoro
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Jair Bolsonaro presume que ninguno de sus hijos tiene una novia negra. Además ha dicho que la pena de muerte es favorable porque los cadáveres no repiten su crimen, que la diputada María del Rosario, del Partido del Trabajo, no merece ser violada por “fea”, que la dictadura cometió el error de no matar a treinta mil personas más, que los homosexuales deben sus preferencias a las drogas (y algunos a un “defecto de fábrica”). Al votar por el impeachment a Rousseff, encarcelada durante tres años en tiempos de la dictadura, dijo que lo hacía en memoria de su torturador, el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra. Para demostrar que “va en serio”, hace el ademán de disparar con una ametralladora.

¿Cómo explicar que los gobiernos del PT, que sacaron a casi treinta millones de brasileños de la pobreza, hayan sido relevados por un gobierno neofascista? El espléndido documental de Petra Costa, Al filo de la democracia (disponible en Netflix), se ocupa de esta paradoja. Costa tiene la edad de la democracia brasileña y su familia es tan contradictoria como su país; una rama pertenece a la alta burguesía y sus padres fueron guerrilleros y activistas clandestinos (ella debe su nombre a Pedro, militante asesinado). Gracias a estos contactos tuvo un insólito acceso a Lula, Dilma y sus adversarios.

A principios de los sesenta, Brasilia surgió como un elegante sueño de la razón, la capital de un país que se glorificaba a sí mismo. Los problemas de la nación eran mayúsculos, pero también lo eran sus recursos. El obrero metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva encabezó las ilusiones democráticas de la izquierda a partir de 1986, cuando fue electo diputado. El PT lo postuló varias veces a la Presidencia. En forma paulatina, matizó su discurso; de la confrontación con los empresarios pasó a la conciliación. Finalmente, en 2003 llegó al poder y ocupó dos mandatos. El carismático Obama lo consideró el Presidente más querido del mundo y salió de la casa de gobierno con 80% de aprobación.

Para impedir una ruptura, Lula mantuvo los usos de la economía brasileña, nunca muy limpios, plagados de tráfico de influencias y cobro discrecional de comisiones. Dilma continuó esa política en una correlación de fuerzas más desfavorable, pues dependía de una alianza con el vicepresidente Michel Temer y su partido. Cuando trató de eliminar los exagerados privilegios del sistema financiero, Temer promovió un juicio político en su contra. El golpe de Estado cívico fue apoyado por legisladores que se desentendieron de la voluntad popular. Para impedir que Lula regresara como Presidente, el juez Sérgio Moro lo acusó de corrupción con cargos indemostrables. Lula visitó un tríplex en venta y se retiró de ahí sin hacer gestión alguna. Sin embargo, para el juez, la “prueba” de que él era propietario secreto de ese inmueble consistía en que había ocultado su participación en la compraventa. Como su nombre no figuraba en transacción alguna, eso “demostraba” que lo había adquirido en forma clandestina. Kafka en el trópico.

Los gobiernos del PT no acabaron con la corrupción, como lo demuestran el caso Odebrecht y el escándalo petrolero de Lava Jato. Ni Lula ni Dilma se favorecieron en forma personal del entramado, pero cometieron el error de mantener ese modus operandi para no afectar los intereses de los grandes inversionistas, olvidando que tarde o temprano los depredadores vuelven a la cacería. Lula está en la cárcel.

El neofascista Bolsonaro acaba de insultar a Macron y a su esposa después de una controversia sobre la forma de proteger la Amazonía del fuego. Según señala el sociólogo Sérgio Abranches, durante la dictadura esa reserva natural fue vista como El Dorado, un paraíso salvaje en espera de dominación. Las fotos que Sebastião Salgado tomó en las minas de Serra Pelada en los años setenta revelaron las infernales condiciones de los buscadores de oro. Tuvieron que pasar décadas para que la región fuera vista como patrimonio del planeta. “Hoy en día, la mayoría de la población, incluso sin haber visitado la Amazonía, desea su protección”, escribe Abranches. Pero Bolsonaro no forma parte de ese consenso y promueve la explotación de la zona.

El tiempo se reitera en forma preocupante. Las democracias representativas han vuelto a ser matrices del neofascismo.

El fuego en el Amazonas tiene un doble mensaje: se incendia la selva y se incendia el futuro.

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