El judío errante, en Pachuca
 
Hace (53) meses
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Una antigua leyenda difundida en el mundo occidental, es la del judío errante. Personaje que no se menciona en los Evangelios, pues surgió en el seno mismo de la conseja popular, con tintes de dramatismo.

La versión más conocida, asegura que Ahasvero, zapatero judío, que vivía en una de las calles que recorrió Jesús rumbo al Calvario, se negó a auxiliar al divino redentor al paso por su casa; arrepentido de su conducta, quiso remediar la falta y lo alcanzó más adelante, con la intención de ayudarlo, pero Jesús le rechazó, condenándolo a vagar eternamente por el mundo.

Ahasvero alcanzó así una lastimera inmortalidad, que le llevó a recorrer pueblos y ciudades arrastrando su terrible condena. Muchos son los países que narran su tránsito en diferentes épocas y su paso es regularmente acompañado de catástrofes y penurias, por lo que siempre fue repudiada su presencia.

Cuentan los viejos lugareños de esta comarca que en 1918 apareció el judío errante en Pachuca. Era, dicen, un hombre de edad incalculable, luenga barba encanecida y blanquecino pelo crecido, que enredaba en una larga trenza, aunque en su rostro no aparecían aún las arrugas de la vejez. Caminaba lentamente, pero con paso seguro y se sentaba largas horas en el quicio de alguna puerta o permanecía inmóvil en alguna banca del jardín de la Constitución, iba siempre ataviado con una gruesa y raída gabardina y sus zapatos reflejaban los recorridos de largas caminatas en las que solo era acompañado por una torcida vara de madera que hacía las veces de bastón.

No se sabía dónde comía o descansaba, aparecía de pronto, con la apariencia de un limosnero, pero rechazaba las monedas que le ofrecían, nadie acertaba a explicarse la manera en que sobrevivía.

Una mañana cuando un grupo de niños jugaba alegremente frente al mercado Libertad —hoy Primero de Mayo— un chiquillo, trastabilló y cayó de bruces sobre aquel hombre, que reaccionó coléricamente e intentó castigar al pequeño, pero fue detenido por el señor Negrete, un comerciante abonero que vendía telas a domicilio. Sin dejar caer su fardo de géneros, se interpuso entre el niño y el agresor y detuvo la mano que blandía el bastón.

–Por Dios –dijo Negrete– se trata de un niño. El hombre entonces se tapó la cara y se alejó rápidamente.

Espiridión Hernández, el policía de ese sector de la ciudad, tras observar lo sucedido, alcanzó al aparente limosnero cuando salía del portal Constitución, al cruzar por la perfumería Siglo XX, y lo detuvo pidiendo explicación a su conducta; el interceptado no pronunció palabra alguna, pero con un brusco ademán intentó soltarse de la mano que le detenía, aunque fue atajado por los empleados del almacén Novedades Americanas, ubicado en ese sitio.

Entonces, alzando la voz pronunció una serie de palabras inentendibles para los ahí reunidos e intentó meterse en la tienda Los Tres Navíos, cuando el dueño del negocio Novedades Americanas, un viejo judío de apellido Longhand, señaló:

–Es judío, este hombre es judío, habló en Irisch, el idioma de mi pueblo.

El perseguido entabló entonces conversación con el comerciante judío, la que Longhand, tradujo quienes ahí estaban.

–Dice, que está aquí de paso, que no quiere problemas y está dispuesto a retirarse —hubo un momento de silencio

—. Pero Espiridión insistió en que debía acompañarlo a la llamada Cárcel Nacional, ubicada en la primera calle de Allende, donde hoy se encuentra la Fundación Herrera Cabañas.

Longhand, acompañó a su paisano y tradujo preguntas y respuestas, no obstante, poco pudo sacarse en claro sobre aquel hombre, que ratificó ser de origen judío y que había llegado a la ciudad dos meses antes, pero no se aclaró dónde se alojaba o comía, aunque lo más alarmante fue que se negó a dar su nombre.

Pensando que algo muy turbio se derivaría de aquella situación, el comisario de la cárcel ordenó, se le condujera a la galera del fondo, en tanto se hacia las investigaciones.

El judío fue llevado a la pequeña celda: un cuarto mal oliente, sin ventanas, cuyo único pozo de luz era la puerta enrejada. Cuando dos horas después llegó el director de la Policía, el preso ya no estaba allí, las puertas no habían sido forzadas, el candado estaba intacto. El único rastro de su estancia en aquel sitio fueron unas palabras escritas en la pared que traducidas por Longhand, decían:

“Mi única condena es vagar por el mundo y nadie lo podrá impedir. Que Dios tenga compasión de mí”.

Aunque se hizo todo lo posible para que estos hechos no trascendieran, alcanzaron a ser difundidos en el periódico

El Reconstructor Hidalguense de donde se toma lo sustancial de esta crónica. La crujía donde fue recluido se bautizó entonces con el nombre de la Celda del judío errante, que jamás volvió a ser ocupada. Años después se vino abajo el techo y terminaron por demolerse sus paredes cuando la cárcel se trasladó a la primera calle de Venustiano Carranza, donde permaneció hasta bien entrado el siglo XX.

¿Fue aquel hombre el judío errante de la leyenda? ¿O fue todo una simple coincidencia? Jamás se supo más de lo aquí consignado.

La fotografía que ilustra este artículo corresponde a los negocios que en la narración se aluden y fue tomada en 1918.

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