El pedante y el patán
 
Hace (97) meses
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Donald Trump no ha puesto aún a prueba la lealtad de sus seguidores con el experimento que sugería hace unos días. No ha matado a nadie en la Quinta Avenida para verificar que todos sus fieles siguen de su lado. Ha continuado, sin embargo, desafiando la tradición y hasta la lógica de las campañas electorales en Estados Unidos. El jueves pasado se dio el lujo de desairar a la cadena Fox por el simple hecho de que no le gustan las preguntas de una periodista. A la entrevistadora la ha agredido públicamente en todos los tonos imaginables. Amenazó a la televisora: si no eliminan a la periodista, no iré al debate. La cadena ultraconservadora se rehusó al chantaje y el millonario dejó su silla vacía.
No sé si el desaire haya sido un error. Aún ausente, Trump fue el personaje de la noche. Tal parece que, en efecto, no hay error que se registre en su cuenta. La temeridad del personaje es asombrosa. En su carrera por la presidencia, el hombre ha agredido a los grandes héroes del partido que quiere usar como marca, ha insultado a todas las minorías que los estrategas consideran indispensables para conquistar la presidencia, ha roto todos los manuales de campaña. Ahora trepa al carro de sus enemigos a la principal emisora del conservadurismo. Él contra la lógica, la tradición, el cálculo, el mundo. Una campaña que es impulso absoluto. El arrebato como mensaje de autenticidad; la ofensa como grito de liberación frente a la faja de lo correcto.
Entender este fenómeno es un reto. ¿Cómo es que un régimen político tan complejo como el norteamericano siga rendido frente al patán? ¿Cómo ha podido escapar de todas las trampas que se tienden en el camino de los radicales? ¿Cómo ha podido burlar a la prensa y eludir sus exigencias? David Axelrod, un viejo estratega político, ha dado en el clavo. Trump es, en realidad, el descendiente político de Barack Obama, su producto, su hijo. Su némesis: venganza y equilibrio. Trump es la consecuencia involuntaria, por supuesto, de un estilo de liderazgo. La excentricidad del presidente Obama corresponde a la rareza de Trump. El intelectualismo de Obama encuentra su opuesto perfecto en los arrebatos del acaudalado. La seña de la esperanza que imantó la campaña de hace ocho años corresponde a los hartazgos de la campaña de hoy. El “sí podemos” se convirtió en “ya basta.” Aquellos llamados a la inclusión encuentran ahora correspondencia en los gritos de odio contra el otro. Las sutilezas del orador reflexivo que invocaba la historia como la progresiva derrota de lo imposible encuentran su reflejo en las burdas simplificaciones y mentiras de Trump. La gravedad sentenciosa de los mensajes de Obama hallan el mejor contraste en la frivolidad del millonario.
A decir verdad, no es extraño que muchos estén hartos del profesor que reflexiona y pontifica desde la Casa Blanca. Un hombre que cavila en público y, a ojo de muchos, no decide nada. Por eso seduce el tipo que, provocadoramente, presume una determinación que no pierde el tiempo en detalles morales o en preocupaciones por la verdad. En el liderazgo profesoral de Obama hay una enorme arrogancia. Si en Trump hay odio al otro, en Obama hay desprecio del otro. Si tu piel no es como la mía, si no naciste en un barrio como el mío eres peligroso, gruñe uno; si no piensas como yo eres tonto, insinúa el otro. Arthur Brooks, un intelectual conservador, lo comentaba en un artículo reciente. No son pocas las ocasiones en que el presidente de los Estados Unidos ha tratado con desprecio a esos alumnos que no entienden su lección. Si los votantes se inclinan hacia la derecha, si se aferran a sus pistolas y a sus dogmas absurdos es porque son unos resentidos, porque no encuentran la salida racional a su frustración y se dejan engañar por los demagogos que cultivan el odio. Quienes se han sentido vilipendiados por el profesor, encuentran en Trump al atrevido que se le enfrenta. Para un pedante, un patán.
Carlos Puig, leyendo el mismo artículo de Axelrod que he comentado aquí, pescaba algunas lecciones para México en esa lógica del péndulo. La misma lógica del contraste puede activarse en México en el relevo presidencial del 2018. Coincido con él: será atractivo el candidato que sea, o por lo menos el que parezca, honesto.

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