Ella se quitó la ropa
 
Hace (66) meses
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Ella se quitó la ropa. Él también. Ella se tendió en el lecho. Él también. Ella se dispuso a conversar un poco. Él no: poseído por urentes ansias se dispuso a iniciar las acciones amatorias. Ella lo detuvo y le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Él respondió, impaciente: “Afrodisio Pitongo”. Y le dijo ella: “Yo soy Floribela Dulcimel. Ahora sí puedes proceder. Mi mamá me tiene prohibido tratar con extraños, pero ya nos presentamos”. Doña Gordoloba y su hija estaban metidas hasta el cuello en la caldera con agua donde los antropófagos las estaban cocinando. En torno de ellas bailaban en corro los caníbales, y junto con ellos danzaba también un hombre blanco. Doña Gordoloba le comentó a su hija: “Ahora sí ya no me cabe duda, Fredesvinda. Tu esposo es un traidor”. El niñito le pidió a su padre: “Dime cómo es la Luna”. El señor se sorprendió al escuchar aquella inusitada petición. Le dijo al pequeñín: “¿Por qué me lo preguntas?”. Respondió el inocente: “Porque oí que mi mamá le dijo al vecino: ‘Despreocúpate. Mi marido no se da cuenta de nada. Siempre anda en la luna’”. Un sultán le dijo a otro: “Me gusta mucho tu odalisca favorita y la quiero para mí. Te ofrezco por ella su peso en oro”. Pidió el otro sultán: “Dame un mes de plazo”. “¿Para pensarlo?” -preguntó el primero. “No -respondió el otro-. Para engordarla”. Loretela regresó de la cita con su novio luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Le comentó, feliz, a su compañera de cuarto: “¿Recuerdas que te dije que Pitorrango tenía un no sé qué? ¡Ahora ya sé que tiene un sí sé qué!”. El empleado del banco le informó a la señorita Pompisdá: “Este billete de 500 pesos es falso”. ¡Qué barbaridad! -se consternó ella-. ¡Entonces ese canalla me violó!”. Se llamaba Gustavo Adolfo, quizá por eso era tan romántico. El nombre de ella era Thaisa, quizá por eso era.
como era. Se casaron. La noche de las bodas el sentimental muchacho apagó la luz de la habitación aprovechando que su fl amante mujercita había ido al baño, y encendió luego algunas velas junto al tálamo nupcial a fi n de crear una atmósfera propicia a la amorosa entrega. Apareció Thaisa; vio aquel arreglo y exclamó luego, divertida: “¡Ay, Tavo Popo! ¿Para qué me pones velas? ¡Ni que fuera virgen!”. Babalucas era dependiente de farmacia. Llegó un cliente y le preguntó: “¿Tiene ungüento?”. Respondió el badulaque: “Nomás me sé el de Pulgarcito y el de Caperucita Roja”. “¡Peliforra!”. Ese duro voquible, sinónimo de mujer fácil, le espetó don Astasio a su esposa Facilisa cuando la sorprendió refocilándose con un sujeto en el lecho conyugal. “Por favor, marido -replicó ella muy digna-, espera a que el señor se vaya. No debemos discutir nuestros problemas delante de las visitas”. El encargado de la ofi cina de pasaportes interrogó a los solicitantes: “¿Cuál es su nombre?”. Respondió el primero: “Rodocindo Pelilla”. “¿Y el suyo?”. Contestó el otro: “Peralvino Pelilla”. Inquirió el funcionario: “¿Alguna relación?”. “Nada más una -contestó Rodocindo-, pero es que andábamos muy tomados”. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, asistió a una boda. Al salir le comentó a don Sinople, su marido: “Los novios son muy semejantes entre sí. Él pertenece a la familia más antigua del pueblo y ella a la profesión más antigua del mundo”. El sumo sacerdote maya le dijo a la hermosa doncella: “No te voy a arrojar al cenote, Nictehana. Te voy a llevar conmigo, y a los dioses, les guste o no les guste, les voy a echar una pizza”. En el campo nudista la curvilínea chica le dijo al nuevo socio: “Caramba, don Heréctor. Me parece que está teniendo usted malos pensamientos”. FIN.

 

 

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