¡Impúdica ramera!
 
Hace (71) meses
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“¡Impúdica ramera! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Mala pécora! ¡Disoluta meretriz!”. Todo eso le dijo don Astasio a su mujer cuando la sorprendió en trance de fornicación con un desconocido. “Ay, Astasio -replicó ella con lamentosa voz-. Tienes un mal día en la ofi cina y vienes a desquitarte conmigo”. Pepito fue a comer en casa de Rosilita, su pequeña vecina. Tan pronto le pusieron enfrente el plato de sopa empezó a devorarla. Le indicó el papá de la niña: “Pepito: aquí acostumbramos persignarnos antes de comer”. Contestó el chiquillo: “En mi casa no necesitamos hacerlo. Mi mamá cocina bien”. Un individuo fue llevado ante el juez acusado de provocar desorden en la vía pública. Le dijo el juzgador. “No es la primera vez que usted viene a dar aquí por revoltoso. Su conducta es indigna, impropia de una persona de buen vivir. Lo condeno a un mes de cárcel. Y no quiero verle la cara otra vez”. Respondió el sujeto: “Si no quiere verme la cara otra vez ya no vaya al congal al que va todos los viernes. Yo soy el cantinero”. Don Poseidón, labriego acomodado, recibió una invitación para cenar en casa de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. La invitación se explica porque una amiga le dijo a la empingorotada señora que la leche de burra era buena para el cutis, y doña Panoplia pensó que don Poseidón podía proveerla de ese líquido lácteo. En el curso de la cena el rudo señor tomó la mano de su elegante anfi triona y se la besó. A ella le extrañó la rústica galantería, y más cuando a lo largo del convivio don Poseidón volvió a besarle la mano repetidas veces. Aquello parecía una escena de Groucho Marx con Margaret Dumont. Le preguntó doña Panoplia al silvestre señor: “Es usted muy gentil, don Poseidón, pero dígame: ¿por qué besa mi mano con tal asiduidad?”. Contestó el viejo: “Es que no me pusieron servilleta”. Hablando de rusticidad, ya sólo en algunas partes alejadas de la vida urbana se usa el verbo “recordar” como sinónimo de despertar. Ilustre prosapia tiene la palabra. Con ella empiezan las dolientes Coplas que en el siglo quince escribió Jorge Manrique a la muerte de su padre: “Recuerde el alma dormida.”. A más de noble el tal vocablo es bello, pues recordar equivale a volver a estar en el corazón, del cual sale quien duerme durante esa forma de ausencia que es el sueño. Don Abundio el del Potrero usa galanas formas de expresión. Al cerdo, por ejemplo, no le dice cerdo: lo llama “el de la vista baja”. A la bacinica, que en algunas casas de allá se emplea todavía, le da el nombre de “la necesaria” o “el tibor”. Pues bien: el sabio viejo me dice algunas veces: “Lo primero que al recordar recordé.”. Eso no sólo está bien dicho: está hermosamente dicho. Pero advierto que me he ido al monte. Vuelvo al camino. Recordaré la vez que doña Macalota, esposa de don Chinguetas, recordó en medio de la noche al oír ruidos extraños en el piso bajo. Despertó a su marido y le dijo: “Alguien anda allá abajo”. “Es tu imaginación” -contestó adormilado don Chinguetas. “Mi imaginación no hace ruido -repuso doña Macalota-. Alguien se metió a la casa. Ve abajo a ver”. “No -rechazó él-. Si quieres baja tú”. Se levantó la señora y fue por la escalera. Después de largo rato regresó. Venía desgreñada y con las ropas en desorden. Le dijo a don Chinguetas: “Tenía yo razón. Un hombre entró en la casa. Se llevó la cuchillería y el reloj de pared. No sólo eso: al verme se lanzó sobre mí, me derribó sobre la alfombra de la sala y sació en mí sus bestiales instintos de libídine”. Replicó don Chinguetas: “¿Ya ves? ¿Qué tal si hubiera bajado yo?”. FIN.

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