La civilización de los trenes
 
Hace (95) meses
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George Steiner veía Europa en sus cafés. Esos lugares llenos de gente y de palabras, eran el sitio de encuentro que resumía una civilización viva, dialogante, inconforme. Alrededor de una taza de café, de un bocadillo, una cerveza se encienden conversaciones, chismes, conjuras; refugios de soledad, de amistad, de juego. Una mesa para hablar y para aislarse, para conspirar, para discutir, para crear. Ni el arte ni la revolución podrían entenderse sin ese espacio. El café está abierto a todos pero también es una especie de club, un cenáculo. Steiner ve en el café una especie de templo de la crítica: un nido de la oposición, una escuela del debate, una revista efímera, un germen revolucionario. Más que en los parlamentos y en los museos, la cultura y la política europea se ha hecho en el café. Mientras existan, concluye el crítico, tendrá sentido la “idea de Europa”.
Tony Judt bosquejó el perfil de otra civilización: la de los trenes. El historiador inglés amaba a los trenes y creía que su amor era correspondido. Desde chico se sentía incómodo encerrado en su casa, recluido en algún cuarto: sólo yendo a otro sitio se sentía feliz. Le gustaba caminar, montar en su bicicleta, treparse al camión. Los trenes eran el paraíso. Desde los 7 años solía tomar el metro para recorrer Londres. Iba de una punta a otra de la línea. Al llegar al final del recorrido, bajaba en la estación, caminaba un rato, comía un sándwich y tomaba el metro para llegar al otro extremo.
Los trenes eran la modernidad, la conquista del espacio, la reordenación del tiempo. Para Judt eran, sobre todo, un nuevo vehículo de lo social. El tren permite viajar juntos. Antes se viajaba solo o en familia. A caballo o en un carruaje privado. No podía viajarse con frecuencia y pocos se atrevían a viajar lejos. El tren inauguró para muchos la posibilidad misma del viaje. La compañía de otros era tan importante en la experiencia como la velocidad. Si el café encarna para Steiner el fermento creativo del diálogo, el tren expresa, para Judt, las posibilidades de lo público. “Mi Europa se mide en trenes”, escribió. Los trenes no eran solamente una forma de transportarse velozmente: eran una forma de viajar con otros. No se trataba, por supuesto, de vehículos igualitarios: podía haber primera y quinta clase. Con todo, eran transporte, espacio público, sitio de encuentro, sincronización de tiempos. Una plaza cívica en movimiento. Tiene razón: las naciones también se hacen con ingeniería.
El argumento de Judt es que la nota característica de la modernidad no es el Estado omnipotente ni el individuo solitario, es eso que está entre uno y otro: la sociedad civil. Las vías del tren son expresión de su emergencia. Son proyectos que requieren una fuerte inversión pública, una ambiciosa visión de futuro, un sensato anticipo del beneficio económico. Para el brillante historiador de la posguerra, los trenes representan una de las mejores herencias cívicas del Estado benefactor. Un modelo de las prioridades que compartieron socialdemócratas y democristianos.
Judt defendía los trenes, cuando la idea misma de lo público era satanizada. ¿Será casualidad que Margaret Thatcher presumiera que nunca viajó en tren? La mirada nostálgica de Judt lanzaba una advertencia: si abandonamos los trenes no perderemos solamente una inversión histórica, golpearemos la idea misma de la convivencia. Si nos olvidamos del transporte público “reconoceríamos que hemos olvidado cómo vivir juntos”.
Ese olvido es nuestra ignorancia. El desprecio del transporte público es una embestida contra la sociabilidad. Lo sabemos bien nosotros que pagamos las consecuencias de esa desatención. Llevamos décadas imaginando la ciudad como una autopista, décadas premiando, estimulando, consintiendo al automovilista como si éste fuera el ciudadano auténtico. Construir para él caminos por encima de los caminos, abrirle túneles por debajo de los cerros, eliminarle impuestos, obsequiarle estacionamiento en las vías públicas en lugar de cobrar por su uso. Décadas de olvido del transporte público, de subordinación a sus mafias, de imprevisión, de capricho, de corrupción. Ni siquiera la izquierda ha logrado defender lo público. La izquierda en el poder ha seguido ofreciendo premios a la segregación, recomendando el blindaje de los particulares.
Lo dice bien Judt: el espacio público representa un proyecto cívico, una apuesta por la convivencia.

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