La muerte del león
 
Hace (56) meses
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Juan Villoro
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En 1969, cuando Norman Mailer recibió la encomienda de escribir sobre el Apolo XI, pensó sin motivo aparente en la muerte de Hemingway, con quien competía en el teclado.

El 2 de julio de 1961, antes de cumplir 62 años, el hombre que había cazado antílopes en África, pescado atunes en el Caribe, conducido una ambulancia en la guerra y corrido entre los toros de Bilbao, bajó al sótano donde guardaba las armas en su casa de Ketchum, Idaho, puso una escopeta de doble caño en su boca y jaló el gatillo. “Un hombre puede ser derrotado, pero no vencido”, había escrito en El viejo y el mar, parábola del honor sin recompensa.

Agobiado por la depresión, Hemingway se convirtió en su propia presa.

Ese día, García Márquez llegó a México dispuesto a sortear sus apuros de novelista desconocido. Ya encumbrado, colocó en su estudio una foto del autor de su cuento favorito, “El gato bajo la lluvia”, Ernest Hemingway. También Mailer se encontraba en México aquel día. Aficionado al boxeo, necesitaba un adversario para medir su talento. ¿Qué haría sin el estimulante desafío de Papa, patriarcal apodo de Hemingway? Menos de una semana después, supo que Kennedy proponía llevar un hombre a la luna. “La tecnología va a llenar el hueco”, pensó.

Siempre dispuesto a identificar su intimidad con el cosmos, Mailer entró a la Era de Acuario convencido de que se trataba de su época (nació bajo ese signo, el 31 de enero de 1923); sin embargo, empezó y acabó de la peor manera los años sesenta: apuñaló a su segunda esposa en 1960 y fracasó en su intento de ser alcalde Nueva York en 1969.

Entre tanto, escribió algunas de las mejores piezas de periodismo contemporáneo, dirigió películas, publicó novelas desiguales, publicitó su tumultuosa vida íntima y militó en causas progresistas.

Dos semanas después de perder las elecciones, visitó el Centro Espacial de Houston y se decepcionó con los edificios pintados en color dentífrico: “La NASA no huele a nada”, comentó, y agregó que el ser humano usa el olfato para medir el tiempo y reconocer el aroma de la juventud o la peste de la decrepitud. Poco después, escribió 115 mil palabras para la revista Life sobre la conquista de la luna.

Mailer había tomado cursos de aeronáutica en Harvard, pero odiaba la dominación tecnológica. Capaz de explicar con solvencia la mecánica espacial, estaba convencido de que las grandes ideas no producen motores, sino enigmas. “Nada puede ser totalmente conocido”, afirmaba; el espíritu depende del misterio, no de los datos. Combatiente por naturaleza, se estimulaba criticando su material. Alzó la vista a la luna con el ambiguo orgullo de quien está a punto de atestiguar una proeza que mancillará creencias milenarias.

En tercera persona explicó que había entrado a la política porque “se sentía tan culpable que pensó que al ser electo pagaría sus culpas”. El fracaso lo alejó de las “imperiales exigencias de su ego”. Ahora podía concentrarse en los pilotos de la nueva era. Su “sentido de la misión” era “tan profundo que no podía ser comunicado”. Los astronautas debían enfrentar la épica con una pasividad extrema, casi inmóviles. ¿De dónde sacaría Mailer las 115 mil palabras encomendadas para su propia misión? ¿Dotaría de elocuencia a los inexpresivos hombres de la cápsula?

También García Márquez sospechaba que el Apolo XI no dejaría otro saldo que una bandera en una tierra sin vientos. En el mundo sublunar los misterios son distintos: la protagonista de “El gato bajo la lluvia” sale a buscar un gato en una ciudad italiana; no da con él, regresa a la habitación donde su marido lee un libro, ajeno a ella, y habla de las muchas cosas que le hacen falta. De algún modo, el gato perdido representa eso.

“¿Estamos listos para un despegue filosófico?”, preguntó Mailer ante el lanzamiento en Cabo Cañaveral. La respuesta fue su titánico reportaje Un fuego en la luna. La causa por la que cubrió el alunizaje no deja de asombrar. Ocho años antes, el autor de “El gato bajo la lluvia” había muerto. Mailer no se había repuesto del disparo que el león se dio a sí mismo. Su viaje a la luna comienza recordando ese sacrificio.

¿Por qué siempre pensamos en “otra cosa”? Durante su Presidencia, Barak Obama decidió que los principales fondos para la investigación científica se dedicaran a una región más enigmática que el espacio exterior: la mente, que está en la luna.

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