Debe ser bienvenida la anuencia de Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya Cortés a buscar apoyo internacional para frenar la corrupción y la violación de derechos humanos en México. El compromiso se dio en la compare- cencia de ambos, por separado, en el encuentro de los aspirantes presidenciales con organizaciones civiles y colectivos de víctimas del delito, convocado por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y secundado por decenas de organizaciones, con la participación, como facilitadoras, de la Universidad Iberoamericana y la Comisión Nacional de Derechos Humanos. De cara a los límites a que han llegado la violencia, la corrupción y la impunidad y frente a los circuitos de com- plicidad y de inefectividad de las instituciones nacionales, es correcta la ruta de buscar el apoyo de organismos internacionales que contribuyan a frenar esos fenómenos que devastan la vida, la seguridad, los recursos públicos y el tejido social. Un importante logro del saludable encuentro ha sido situar el tema de las víctimas de la violencia en la atención na- cional y en la agenda de quienes están en posibilidad de ser el próximo presidente de la República (48% AMLO y 30% RAC: Reforma, 02/05/18), a menos que la ilegal operación de compra y coacción del voto con dinero público y el uso electorero de programas sociales logren hacer triunfar al candidato priista José Antonio Meade. El apoyo internacional ha llevado a la cárcel a expresidentes y otros políticos en diferentes países, entre ellos Guatemala, y si bien impacta a la noción de soberanía, lo cierto es que en México no hemos podido con esos fenómenos que han incidido en la fragilización del Estado mexicano y han producido dolor, muerte y rabia, además de enturbiar el ambiente político y social. Ante la crítica y las recomendaciones internacionales, el gobierno de Enrique Peña Nieto ha sido refractario. Ha llegado incluso, en un entorno de nula autocrítica, a descalificar a los críticos y rechazar sus observaciones. Ello ha ocurrido porque en muchas de las violaciones a derechos humanos están agentes del Estado mexicano a quienes el gobierno actual se ha empeñado en solapar y encubrir, sobre todo a militares. El diagnóstico de la Open Society Justice Initiative es certero: México ne- cesita un mecanismo internacional no solo como primer paso para la rendición de cuentas, sino también para abordar las debilidades del sistema de justicia penal y prácticas de corrupción. “Además, la aparente complicidad de funciona- rios públicos en crímenes atroces y los vínculos de estos con autoridades políticas de alto nivel, ponen en duda la capacidad del sistema actual de investigar y perseguir de manera adecuada a todos los involucrados” (Informe “Corrupción que mata”, 2018). En ese contexto, reclama solidaridad el posicionamiento de López Obrador respecto a no ocultar información sobre la participación de militares en hechos como los de Ayotzinapa y Tlatlaya, por miedo a perjudicar a las Fuerzas Armadas, en caso de que estuvieran involucradas. Le asiste la razón al candidato de Morena cuando sostiene que la verdad fortalecería al Ejército Mexicano porque –digo yo–, si bien la complicidad militar con la delincuencia organizada no involucra a la totalidad de soldados y marinos, resulta inocultable que sí existe en parte de los mandos castrenses. Es celebrable que en el encuentro candidatos-víctimas se haya abierto la vía a buscar apoyo internacional contra la tríada criminal del México de hoy: violencia-corrupción-impunidad, como le ha llamado Jacobo Dayán. Y es igualmente relevante que tanto AMLO como Anaya hayan manifestado su disposición a analizar la viabilidad y posibles consecuencias de una despenalización de las drogas hoy prohibidas. Esa regulación no es popular en la sociedad mexicana, y menos en el gobierno, pero nadie debiera negarse a analizar seriamente su viabilidad, porque lo innegable es que la actual política antidrogas ha sido un rotundo fracaso.