Las opciones de México
 
Hace (79) meses
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Parafraseando a Churchill, para que haya estadistas se tendría que pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones. México está lejos de ser así. Ni los represores ni los tecnócratas ni los Chicago boys del siglo XX ni los demagogos del cambio azul en el 2000, ni los llamados neopopulistas de izquierda o de derecha de cualquier partido parecen ver más allá de eso ni tener la mínima capacidad de autocrítica.
Pero del lado de la gente no parece tampoco ser distinto. De la historia se tendrían en teoría que aprender lecciones. España parece haberlo aprendido luego de su dolorosísima dictadura, con la reserva de que pese a haberse vuelto un país democrático, su economía ha sufrido lastimosamente a lo largo de al menos los últimos diez años. México también ha sufrido crisis sistémicas, consecuencia lo mismo de malas decisiones en materia económica que de las crisis globales, pero es un país rico. Tenemos petróleo, recursos naturales, capital humano, desarrollo y apertura económica, pero la conciencia histórica de los mexicanos no parece cuajar. La influencia cotidiana e imperceptible de los poderes fácticos de los medios masivos de comunicación -especialmente la televisión y el internet-, la publicidad corporativa, la iglesia, otras formas de fanatismo -incluido el político- y la poca memoria histórica se suman al problema multifactorial de la debilidad de la sociedad civil en un contexto nominalmente democrático, donde las nuevas libertades son innegables e inéditas en la historia de México pero donde también los ciudadanos nominales no han sabido como ejercerlas.

México es un país rico pero sumergido en una profunda desigualdad histórica, nada distinta en esencia a las de los otros gigantes de Latinoamérica como Brasil y Chile, este último el país más desigual de la región. Los tecnócratas creyeron que la macroeconomía lo era todo y se equivocaron: la teoría de la derrama hoy resulta insostenible: el Estado es necesario para regular, distribuir, equilibrar y prestar algunos servicios públicos no concesionables. Fox se equivocó en su frivolidad y en su creencia en la presidencia empresarial; Calderón se equivocó en enfrentar al crimen organizado de forma tal que dejó al país peor que como se encontraba en materia de seguridad; Peña erró en no concretar nada sustancial para México en un entorno internacional ya de por sí adverso; y la izquierda mexicana que lidera AMLO también se equivoca al no creer en la necesidad de alianzas políticas y sí en cambio creer que la lucha contra la corrupción es la panacea y un día, mágicamente, como lo creyó López Portillo, vamos a convertirnos en un país de primer mundo y a ocuparnos de administrar la abundancia de las arcas públicas.

Es imposible aislarnos de la globalización. Es algo real y necesario, que demanda insertarnos inteligentemente por simple supervivencia. Pero los neoliberales pretenden todavía -tal como sucede con numerosos anacronismos de la izquierda- hacerlo dogmáticamente y olvidando insertar en ella esa perspectiva ética que de ignorarse, seguirá dejando a los ciudadanos a merced de la buena voluntad de los protagonistas de la clase política de todos los partidos, que suelen actuar sin controles ciudadanos reales y bajo el velo oculto de la corrupción para beneficio propio y de sus familias. Nuestra clase política necesita abrir los ojos y creer en lo posible. Dejar de mirar a Estados Unidos como el gran ejemplo que muy lejos está de ser y mirar, como en su momento quiso hacerlo Porfirio Díaz y que la revolución ya no le permitió, hacia otras naciones y otros modos de vida para ganar aliados y estudiar la viabilidad de transpolar instituciones que orienten a México al desarrollo humano. Algunos países europeos, como los escandinavos, o Singapur, en Asia, son algunos aunque no los únicos buenos ejemplos de que no existe sólo una sino diferentes vías posibles y eficaces para alcanzar lo más valioso de entre todo lo que puede ser medible para una nación: una calificación alta en los índices internacionales de libertad y de desarrollo humanos; cifras que son consecuencia de la buena política, la buena economía y la buena sociedad y son indicadores que consideran mediciones integrales en aspectos básicos de calidad de vida y dignidad humana tales como empleo, salario, poder adquisitivo, igualdad de oportunidades, educación y salud públicas, vivienda y servicios públicos, medio ambiente, seguridad social, paz, etc.
Lo anterior, más allá de cifras y estadísticas, bien podría representar, al parecer, una de las formas más objetivas y menos simplistas para medir tanto a la democracia -más allá de lo electoral- como a los derechos humanos -prerrogativas que abarcan todo lo que comprende la esfera pública.

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